Sobre la "nueva derecha": lo que debo a Alain de Benoist

19.05.2015 20:06

(Texto escrito para el volumen colectivo "Alain de Benoist. Elogio de la disidencia", Fides, 2015).

Esto no es un ensayo filosófico. Esto es un testimonio personal. De las ideas de Alain de Benoist hablarán en este volumen muchos autores, y lo harán con buen criterio. Yo, con permiso del lector, optaré por la primera persona del singular para abordar otra dimensión del personaje: lo que yo debo a Alain de Benoist, que, intelectualmente hablando, es mucho.

Sitúese usted: Versalles, 27 de noviembre de 1983. El GRECE celebra su XVII coloquio nacional. En la tribuna, los grandes nombres de lo que desde algunos años atrás se conoce como “nueva derecha”: Guillaume Faye, Pierre Vial, Armin Mohler (invitado especial) y, por supuesto, Alain de Benoist. Entre el público, un perplejo joven español de 20 años que ha aprendido francés leyendo precisamente a De Benoist: yo. Era mi primer contacto directo con la ND y sus maestros.

¿Cómo había llegado yo allí? Vale la pena contar la historia. En septiembre de 1982 había dejado el ejército después de dos años de servicio en la División Acorazada “Brunete”. Estudiaba Periodismo y me aburría mortalmente. En un trabajo para la facultad había entrevistado a Jorge Verstrynge, entonces secretario general de Alianza Popular. Nos caímos bien –aún hoy nos caemos bien-. Verstrynge andaba entonces reclutando gente joven para su partido, empeñado en “europeizar” la imagen de una derecha nacional española que aún permanecía demasiado castiza. Yo me ofrecí voluntario, como de costumbre. El joven patrón, o sea, Verstrynge –gafas redondas, bufanda gris, gabardina de color calabaza-, me adosó a Nuevas Generaciones, las juventudes del partido. Ya no recuerdo si fue él u otro quien me dio un ejemplar de “Les idees a l’endroit”, que en España había publicado Planeta como “La nueva derecha”. Autor: Alain de Benoist. Así comenzó todo.

A mí me fascinó aquel libro. La elegancia expositiva, la contundencia argumental, la erudición inagotable, la capacidad para formular con claridad conceptos que en otras plumas habrían sido abstrusos o inaprehensibles… Junto a todo eso, De Benoist brindaba una forma de interpretar la realidad, una manera de pensar. Yo venía –no pediré más veces perdón por usar la primera persona- de un periplo intelectual y político más bien caótico: Pío Baroja y Pérez Galdós, Nietzsche y Ortega, la religiosidad singular de Escrivá de Balaguer y la piedra pulida de José Antonio Primo de Rivera, Tocqueville y Marx, los epígonos de la Escuela de Frankfurt y el turbador mundo instintivo de los sociobiólogos. O sea que era cualquier cosa menos eso que se llama “un hombre de orden”. Descubrir el pensamiento de Alain de Benoist me abrió una puerta inesperada. Y entré.

Aprendí francés para leer todo aquello en la lengua original. Tomé minuciosa nota de las fuentes que De Benoist citaba y me compré (y leí) cuantos libros pude, desde Arnold Gehlen hasta Dumezil, desde Konrad Lorenz hasta Louis Rougier. En la vieja Alianza Popular, Verstrynge seguía empeñado en fabricar algo parecido a una joven derecha europea y sin complejos. Hizo que las Nuevas Generaciones –los cachorros del partido- organizaran en Zaragoza un encuentro de juventudes paneuropeas. Allí estuvieron Walburga de Habsburgo, hija del benemérito Otto, reliquia viva de la Europa imperial, y también el historiador Pierre Vial, otro de los nombres “estrella” de la ND (yo puedo decir, oh, sí, que he visto al bueno de Pierre Vial intentado algo parecido a un baile en una discoteca zaragozana: justa venganza póstuma de Agustina de Aragón sobre el invasor francés). Más aún: no sé cómo, Verstrynge se las arregló para que tres muchachos del GRECE, el grupo de referencia de la ND, acudieran a una universidad de verano de Nuevas Generaciones. Eran Tristán Mordrel, valiente e infatigable bretón; Michel Dejus, taurófilo bordelés y Philippe Gibelin, vástago de la Provenza. Traían un regalo: sendas colecciones completas de Nouvelle Ecole, Éléments y Études et Recherches, las revistas teóricas del movimiento de la Nueva Derecha. No es preciso decir quién se quedó las tres colecciones. Aún están en mi biblioteca.

En justa correspondencia, las NNGG enviaron a un “paracaidista” al coloquio anual del GRECE: yo. Esa fue la ocasión –antes citada- en la que trabé contacto personal con aquel personaje al que había leído del derecho, del revés y hasta en los cortantes cantos de las páginas. Sólo puedo decir que el despliegue de medios de la ND me dejó perplejo: centenares de personas abarrotando un teatro durante dos jornadas consecutivas; tenderetes con libros, pósters y arte “enraciné” (inolvidables las fotografías de Odile Carré); corrillos aquí y allá donde lo mismo se hablaba de etología que de economía política o de las tres funciones indoeuropeas; comidas rubricadas con viejas canciones campesinas y hasta una rueda de prensa (porque la prensa, vaya sorpresa, en Francia prestaba atención a esas cosas, al menos en aquella época). Sana envidia. O quizá no tan sana. Después del coloquio, hubo una especie de recepción informal en la casa de Benoist cerca de Versalles. En el sótano había una biblioteca. Su biblioteca. Unos 40.000 volúmenes, creo recordar. Me sentí como Bilbo Bolsón ante el tesoro de Erebor. Sin dragón.

Pude saludarle personalmente al día siguiente. Alguien me llevó a las oficinas que tenía el GRECE en el 13 de la calle Charles Lecocq, en el distrito 15 de París, entre el bulevar Garibaldi y el de los Mariscales. Y allí estaba él: alto, espigado, barriguilla sedentaria, calvicie más que incipiente, barba de compensación, en mangas de camisa y ataviado con unos pantalones de pana que parecían un saco sin fondo. Envuelto literalmente en montones de folios. Relajadísimo. Fumando “more” y jugando a lanzar el cigarro al aire para alborozo de Alicia, la hija de Guillaume Faye, que también andaba por allí. Aún no entiendo cómo era capaz de coger el cigarro al vuelo sin quemarse. Bien es cierto que De Benoist siempre ha sabido jugar con fuego. Y bien, allí estaba. ¿Sabe usted esa enojosa situación que acontece cuando uno se encuentra con alguien a quien ha leído, a quien ha estudiado, a quien por fin conoce y, llegado el momento, constata que no tiene nada relevante que decirle? Voilà. Por fortuna, la cortesía sabe salir incluso de esos apuros.

En Madrid, mientras tanto, Verstrynge había encargado a un joven intelectual de la derecha menos convencional, Isidro Juan Palacios, sacar adelante una revista que viniera a ser la variante española de algo parecido a una “ND”. Hay que decir que Verstrynge dejó a Isidro entera libertad para la empresa, de manera que el capitán formó la compañía a su antojo. La revista se llamó Punto y coma. Me subí a ese carro. Trabajamos como mulos. Hay que decir también que la cúpula de AP –correría ya 1984- puso toda clase de trabas a la aparición de la revista. El más conspicuo enemigo de Punto y coma fue, en aquella primera etapa, Alberto Ruiz Gallardón, porque la veía demasiado atrevida. A él le habría gustado un aire más “liberal-conservador”. No le costó ganarse la anuencia de otros nombres muy influyentes. Un martirio. Si Punto y coma salió y, aún más, aguantó incluso después de la defección de Verstrynge, fue porque Isidro Palacios era inquebrantable. Y aún lo es.

Lo que hicimos en Punto y coma no era exactamente “nueva derecha”. Isidro traía otros maestros –en especial, Vintila Horia- que mantenían posiciones más abiertas hacia el mundo tradicional. Vintila había publicado un libro fascinante, Viaje a los centros de la Tierra, donde retomaba algunos temas de la ND, sí, pero también otros que ampliaban enormemente el campo. No mentiré si digo que Vintila ejerció sobre mí un notable magisterio. Pero mi maestro, en aquel momento, seguía siendo De Benoist.

En el verano de 1984 tuve la oportunidad de asistir a la universidad de verano del GRECE. Era, hasta donde yo sé, el segundo español en hacerlo; el primero había sido, muchos años atrás, Verstrynge. Gracias a Tristan Mordrel y a su generosidad sin límites pude aprender a hablar un francés medio decente, lo justo para mimetizarme en París, en la Bretaña o en Aix-en-Provence. Si el coloquio del GRECE me impresionó como espectador, la universidad de verano me absorbió como protagonista. Salí de allí con la firme intención de hacer algo parecido en España. Algunos años más tarde aparecerían la revista Hespérides –el título hacía eco de un conocido pasaje de Heidegger- y el grupo Aurora, que, contra lo que algún conspiranoico ha dicho por ahí, no se llamaba así por la Golden Dawn inglesa (¡vaya ocurrencia!), sino por la que entonces era mi novia y, después, mi esposa. No es preciso añadir que no conseguimos hacer nada parecido al GRECE, aunque sí montamos una universidad de verano y Hespérides llegó a los veinte números. Menos da una piedra. Pero volvamos a los 80.

El GRECE terminó explotando al poco tiempo. Había una contradicción insalvable entre el proyecto del grupo, que pretendía llevar una vida autónoma, y el proyecto intelectual de Alain de Benoist, donde el grupo actuaba sobre todo como estructura material para sostener a las publicaciones. El conflicto daría para largas páginas, pero no es el objeto de este texto. Yo mantuve las relaciones de amistad con no pocos miembros del GRECE y, por supuesto, la relación intelectual y personal con Alain de Benoist. Durante unos años me hizo el honor de designarme corresponsal en España de Nouvelle Ecole. Un par de veces pude invitarle a venir a Madrid para dictar conferencias. Muchas ideas y poca gente. Después, encuentros casuales. Ahí termina mi experiencia “benoistiana”, aunque aún, hasta donde yo sé, nos consideramos amigos. La última vez que le vi fue en Madrid, en casa de Javier Ruiz Portella, en una larga charla con vino y risas –que no rosas- que se prolongó hasta Dios sabe qué hora.

Y bien. ¿Qué debo yo a Alain de Benoist? Ante todo, una cierta forma de mirar. Definámosla así: apertura. No hay materia, no hay autor, no hay enfoque ni perspectiva que no admitan un estudio sereno y crítico, un examen benevolente y, tal vez, algo que aprovechar. El mundo de las ideas es como un bazar mediterráneo: el más humilde tenderete puede ocultar un tesoro. Es necio renunciar a explorarlo. En el ambiente cultural es demasiado frecuente encontrar sujetos sectarios o dogmáticos. Yo aprendí leyendo a De Benoist a no ser ni una cosa ni la otra. Con cualquiera se puede hablar y de cualquiera se puede aprender algo.

Después, un estilo. Llamémosle “línea clara”, por emplear la terminología del mejor cómic francés. O sea: que se entienda todo, que todo quede transparente, que el lector no quede agotado ante la mera contemplación de un texto. ¿De qué sirve la palabra si no la puedes o no la sabes comunicar? El trabajo de las ideas es doble: primero hay que concebirlas, pero, sobre todo, después hay que transmitirlas.

Además, un método. Aislar un problema, depurarlo hasta enunciarlo de tal forma que todo el mundo lo pueda entender –aquí entra lo de la “línea clara”-, trazar después su genealogía, examinarlo desde varios puntos de vista, ponerlo en relación con cuestiones emparentadas, ofrecer entonces una primera formulación de la respuesta, afinarla finalmente hasta obtener un juicio lo más sólido posible. Los textos de Alain de Benoist nunca son afirmaciones apodícticas; son más bien trabajos de orfebre en los que el lector va viendo cómo surge el objeto final. Eso es hermoso.

Por último, un espíritu, si se me permite la expresión. Llamémoslo “altura”. Hay que intentar elevarse –no siempre es fácil- sobre la pequeña querella cotidiana, sobre la política a ras de tierra o sobre las referencias domésticas y buscar –a vista de pájaro- los contextos, las visiones de conjunto, que es la única manera de llegar a la fuente de las cosas. El método “metapolítico” –literalmente, ir más allá de lo político- es precisamente cobrar altura respecto al problema inmediato, cercano, e identificar sus causas y las grandes fuerzas que mueven a los hombres.

Por supuesto, a Alain de Benoist debo, como a otros maestros –Vintila, Jünger, Fernández de la Mora, Duby-, la conformación de una determinada visión del mundo. Esa visión del mundo puede enunciarse, muy sumariamente, como una crítica de la modernidad y una búsqueda de lo que hay de permanente en nuestra cultura, en nuestra identidad, para tratar de construir desde ahí una alternativa al desorden presente.

En este punto, y para ser completamente honestos con mi deuda personal hacia el pensamiento de Alain de Benoist, es preciso hablar de lo único que me separa de su magisterio: la cuestión religiosa. Siempre que se habla de la ND en general y de Alain de Benoist en particular se plantea, inevitablemente, la cuestión del “paganismo”, es decir, la crítica de la filosofía judeocristiana y, alternativamente, el recurso a las visiones del mundo pre-cristianas como auténtico corazón de la identidad cultural europea. Es verdad que el recorrido intelectual de la ND es inseparable de su crítica al cristianismo, pero, personalmente, pienso que la cuestión no es determinante y que, por tanto, es perfectamente posible comulgar con lo esencial de los planteamientos de la ND dejando aparte la cuestión religiosa. Porque la crítica de la ND al cristianismo, al menos en lo que concierne a los análisis de De Benoist, deriva fundamentalmente de la crítica a la modernidad, pero, a mi juicio, se trata de una interpretación equivocada o, por lo menos, incompleta. Veámoslo en detalle.

La modernidad se caracteriza por tres conceptos capitales que son el universalismo, el igualitarismo y el individualismo. ¿De qué estamos hablando? Vayamos por partes. Universalismo, es decir, la creencia según la cual los criterios de verdad son siempre universales en todos los campos de la realidad y, así como hay una única verdad científica y una única verdad filosófica válidas, del mismo modo hay una sola verdad válida en la política, la economía y el derecho. Es evidente que el mundo moderno se ha construido sobre la base de que hay una sola forma correcta, racional, de hacer las cosas, forma que hoy se identifica con el espacio de las democracias liberales de mercado. En torno a esa creencia se construye un único mundo, un único orden, y aquí es donde entra el segundo elemento: el igualitarismo. ¿De qué se trata? De la creencia según la cual los hombres son esencialmente iguales en todas partes, todos tienen las mismas aspiraciones naturales y los mismos horizontes, las mismas razones y las mismas pasiones, y a esa igualdad en lo esencial debe corresponder también una igualdad en lo accesorio, en las costumbres, en las modas, en las pautas de consumo, etc. Si hay un solo mundo no puede haber más que un solo tipo de humanidad, y por eso los hombres son iguales por todas partes. ¿Y las culturas distintas, las religiones distintas, los grupos distintos, los distintos vínculos familiares o nacionales…? Eso –piensa el moderno- son accidentes que el progreso borrará, meros escalones en la convergencia de todos los hombres en un solo tipo de humanidad. Porque a los hombres no hay que verlos en sus grupos, sino que el hombre es, ante todo, un individuo que busca instintivamente su mejor interés. Eso es el individualismo, el tercer elemento de la fórmula moderna. Y desde esa perspectiva descubrimos, en efecto, que todos los individuos actúan en busca de su propio beneficio –o de su propia felicidad-, que en eso todos son iguales sea cual fuere su condición y origen y, en consecuencia, que es posible pensar el mundo como una unidad… universal. Así se dan la mano universalismo, igualitarismo e individualismo. Todo ello envuelto en un cuarto elemento, el progresismo, que es la fe en que el movimiento de la Historia nos conducirá a la plena realización de los individuos iguales en un mundo unificado.

A la hora de criticar este núcleo doctrinal de la modernidad, la ND –no sólo Alain de Benoist- traza su genealogía y descubre que el huevo es sorprendentemente parecido a la doctrina cristiana. Porque en el cristianismo, en efecto, hay un solo Dios padre de todas las cosas, el mundo es sólo uno, todos los hombres son iguales ante Dios sin diferencia de raza ni nación ni lengua, todos poseen un alma inmortal y, por eso mismo, todos habremos de responder individualmente ante Dios por nuestras vidas. Incluso hay un aliento progresivo en la Historia, pues llegará el final y el triunfo definitivo de la Cruz. Individualismo, igualitarismo, mundialismo… Evidente, ¿no? El cristianismo –concluye la ND- es la matriz de la modernidad. Ergo, ninguna crítica de la civilización moderna quedará completa si no se lleva el análisis hasta una crítica concienzuda y minuciosa del patrón mental judeocristiano.

El argumento parece brillante, pero en realidad encierra una contradicción insalvable, a saber: la realidad histórica. Si el cristianismo fuera realmente la matriz de la modernidad, entonces cualquier orden humano de inspiración cristiana habría sido inevitablemente moderno. Sin embargo, la realidad histórica nos enseña todo lo contrario. Por ejemplo, pocos órdenes más cristianos ha conocido el mundo que la Europa medieval y, sin embargo, es el perfecto ejemplo de antimodernidad. “Es que aún había muchas supervivencias del paganismo antiguo”, objeta alguno. Bien, pues adelantemos el calendario unos cuantos siglos y vayamos a la España de los siglos de oro, que es tal vez la última gran construcción política de la cristiandad. ¿Universalismo? En la España de los siglos de oro había, sí, un solo rey y un solo Dios común a todas las tierras y hombres del imperio, es decir, con aliento universal, pero por debajo de la cúspide común había un sinfín de leyes y fueros, cortes y villas, pueblos de lenguas diversas e instituciones de todo pelaje. No había universalismo alguno en el sentido moderno del término. ¿Igualitarismo? Nada más lejos de la realidad: aquella sociedad estaba rígidamente jerarquizada, a nadie se le habría ocurrido considerar iguales a todos los hombres, ni individual ni colectivamente, y la jerarquización llegaba al extremo de que, por poner un solo ejemplo, en los municipios había dos alcaldes, uno para los hidalgos y otro para las gentes del común, circunstancia que perduraría hasta entrado el siglo XIX. ¿Y el individualismo? Ausente: en la España de los siglos de oro el valor fundamental de la persona era la fama, la honra, que por definición es la opinión que uno merece a los demás, a la comunidad. Tampoco había individualismo en aquel orden político cristiano. Luego el cristianismo y la modernidad no son fases continuas de un mismo movimiento.

¿Dónde está el error? En una confusión de planos. La idea de que la modernidad repite el esquema de la visión judeocristiana del mundo se basa, sobre todo, en los análisis de Louis Rougier y su libro Del paraíso a la utopía, una brillante demostración –irrefutable- de que los conceptos básicos del pensamiento moderno son versiones secularizadas del pensamiento cristiano. Pero aquí precisamente está la clave: en la secularización. Porque las ideas cristianas de universalidad de la creación, igualdad de las almas e individualidad de la salvación no son conceptos filosófico-políticos, sino estrictamente conceptos religiosos. Para que se conviertan en conceptos filosófico-políticos es preciso antes extirparles lo que tienen de sagrado, es decir, arrancarles a Dios y, así desnudos, lanzarlos luego a la arena de la vida terrena. Ahora bien, un pensamiento cristiano sin Dios es estrictamente hablando un imposible, porque Dios es su referente central. De manera que la modernidad no es una hija del cristianismo, sino más bien su asesina. De hecho, con frecuencia lo ha sido de manera literal. Remontar la crítica de la modernidad a una crítica del cristianismo es como condenar a la víctima después de juzgar al asesino.

Desde mi punto de vista –que no es sólo mío-, este yerro genealógico ha llevado a la ND en general y a Alain de Benoist en particular a un callejón sin salida a la hora de reflexionar sobre algo tan fundamental como lo sagrado. Hay un libro soberbio, L’eclipse du sacré, donde De Benoist dialoga con el filósofo húngaro (católico) Thomas Molnar acerca de lo sagrado, precisamente. Allí nuestro autor ensaya ciertos desarrollos a partir de las tesis de Heidegger que perfectamente podrían haberle llevado a otras posiciones –más coherentes, si se me permite el término- acerca de la auténtica posición del cristianismo en el contexto de la modernidad. No ha sido así. Lástima.

Con todo, el conjunto de la reflexión benoistiana –valga el palabro- sigue conservando una enorme validez. El camino intelectual del autor, que le ha llevado por su propia vía personal, ha abierto campos excepcionalmente interesantes en la disección de la ideología económica, en la crítica del liberalismo, en la recuperación de la noción de comunidad, en la redefinición de la ecología o en el examen del lugar de lo político, por poner sólo unos pocos ejemplos. En 2018 hará cincuenta años que apareció el primer número de la revista Nouvelle Ecole, punto de partida de este camino apasionante. El balance es excepcional. Ningún otro movimiento de ideas ha sido capaz de crear en este tiempo un corpus tan vasto. Y eso es mérito, muy principalmente, de Alain de Benoist.

Creo que Alain de Benoist es uno de los intelectuales más brillantes de entresiglos. Creo que la obra que ha construido, en una especie de proceso dinámico, es simplemente monumental. Ciertamente, esa obra no presenta el aspecto de un corpus cerrado, pero ahí justamente reside, a mi modo de ver, su gran valor: es una invitación permanente a pensar no sólo sobre lo que De Benoist dice, sino también sobre lo que dicen los mil y un autores que él va sacando a colación y cuyas tesis se engarzan en un discurso abierto en todas direcciones. Hay pensadores que trazan un camino o dibujan una casa. De Benoist dibuja un paisaje e invita al lector a explorarlo (con sus caminos y sus casas). El paisaje en cuestión es de una riqueza infinita, tanto cuando te encuentras a gusto en él como cuando el terreno resulta áspero o ingrato. Creo que Alain de Benoist ha creado un auténtico almacén de ideas. Las hay originales y las hay incorporadas. Lo portentoso es que unas y otras conviven como en un mosaico romano. Aquí la mano del artista se reconoce en la habilidad con que ha sabido pegar las piezas. Una mano excepcional. ¿Cómo no seguir viendo en él a un maestro?

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