Pensar la ecología más allá de la modernidad

03.01.2014 21:02

(Texto publicado inicialmente en El Manifiesto, nº4, 2005)

 

La preocupación ecológica se ha convertido en uno de los grandes asuntos de nuestro tiempo. Esta “sensibilidad verde” no es algo gratuito ni una moda efímera: responde a la constatación de un extraordinario deterioro de la naturaleza. De ahí nacen tanto los movimientos ecologistas como las políticas medioambientales de nuestros gobiernos. Pero la crisis de la naturaleza debe también tener sus efectos en nuestra concepción del mundo, en nuestra manera de entender la vida y la posición natural del hombre. Eso exige una crítica general de la modernidad que ni los “verdes” al uso ni los gobiernos están en condiciones de afrontar. Y sin embargo, el verdadero reto es ese: si la modernidad ha provocado la crisis de la naturaleza, habrá que pensar la naturaleza más allá de la modernidad.

 

Podemos discutir las consecuencias reales del “efecto invernadero”, la verosimilitud literal del “calentamiento global” o las dimensiones exactas del agujero polar en la capa de ozono. También podemos poner en cuestión la conveniencia de tales o cuales políticas ecológicas y la viabilidad de ciertas energías alternativas. Lo que parece indiscutible, en todo caso, es que el deterioro de la naturaleza ha alcanzado un punto extremo. Eso lo constatarán por igual el agricultor que observa el comportamiento rutinario de la naturaleza, el ciudadano urbano que cotidianamente afronta la contaminación o el especialista que mide las variables de la atmósfera y sus movimientos. Sin duda existe una “histeria verde” que conduce a adoptar posiciones extremas, frecuentemente descabelladas, pero eso no debería ocultar lo esencial: hoy el equilibrio natural es más frágil que nunca. Lo cual amenaza nuestra supervivencia como especie, pues la vida humana no podría continuar en un planeta cuyo equilibrio se haya alterado.

 

El origen de la crisis ecológica

 

Esta fragilidad no es un fenómeno fatal, un accidente, un azar del destino. Al contrario, ha sido el producto directo de una manera de estar en el mundo, de organizar la vida individual y colectiva, la cual deriva a su vez de una manera de entender el mundo, de una filosofía. Podemos resumir esta filosofía en un axioma: el hombre es el centro del universo y la naturaleza está puesta a su disposición como un instrumento, como una herramienta para su felicidad. Este axioma ha configurado el centro de la visión moderna del mundo, que otorgó al hombre el protagonismo absoluto en la Historia natural. El humanismo, que pasa por ser la glorificación de la libertad individual, de la conciencia del sujeto, es también una condena expresa de la naturaleza, convertida en esclava del hombre ensalzado. Se trata de un tópico que encontramos claramente en los primeros filósofos modernos, en Descartes y en Bacon, y que pasará intacto a la Ilustración: la realización de las esperanzas humanas gravita sobre el conocimiento, el cual exige dominar la naturaleza, someterla, venciendo la coacción de los elementos. Tal centralidad humana, con la consiguiente devaluación de la naturaleza, será desplegada por todas las filosofías de la modernidad. La explotación instrumental de la naturaleza es una consecuencia directa y exclusiva del pensamiento moderno.

 

Hay una cierta polémica doctrinal en torno al origen de esta devaluación de la naturaleza: ¿Cómo y por qué se produjo? Lynn White, en un célebre texto, remontó el fenómeno a la visión del mundo propagada en el ámbito judeocristiano. Partió de una constatación elemental: el desarrollo tecnológico a costa de la naturaleza se produce inicialmente en el occidente europeo cristiano. Y de ahí White dedujo –brillantemente, por cierto- que las raíces de la crisis ecológica eran claramente religiosas. Es la Biblia la primera que proclama la sujeción de la naturaleza, su sumisión a un hombre que recibe de Dios mismo el encargo de crecer y multiplicarse. Cuando Descartes –un católico- divida la existencia en res cogitans y res extensa, espiritual y divina la primera, material y por tanto dominable la segunda, no hará sino formalizar la división de los órdenes de conocimiento prescrita en el Deuteronomio y el Levítico. Los pueblos precristianos, en Europa y fuera de ella, aún consideraban la naturaleza como preñada de sacralidad, divina en sí misma, lo cual se traducía en ritos que hasta hace poco han perdurado. El cristianismo, por el contrario, priva a la dimensión natural de cualquier rasgo santo.

 

A la tesis de White cabe oponer –el propio autor lo hace- argumentos de matiz: en el cristianismo, desde San Agustín hasta San Francisco de Asís, hallamos también una mirada atenta y amorosa a la naturaleza, la mirada que se dispensa a los dones de Dios. Inversamente, en el mundo precistiano hallamos claros ejemplos de actuaciones agresivas contra el medio natural, como aquel conocido episodio en el que los antiguos griegos, para proteger a sus rebaños, emprendieron el exterminio masivo de los depredadores naturales de las cabras (lo cual, por cierto, se saldó con una calamitosa sobreabundancia caprina). Sin embargo, se impone la evidencia de que la técnica moderna sólo se desarrolla originalmente en el occidente cristiano; que ello se produce muy temprano, desde la alta edad media, con instrumentos como nuevos arados tan eficaces como destructores; que esto ocurre en un medio donde ha crecido la convicción de que la naturaleza ha sido puesta a disposición del hombre por el mismo Dios; que a partir de aquí, en fin, el occidente cristiano –y ningún otro escenario- conoce un desarrollo tecnológico extraordinario y, a la par, una vertiginosa destrucción de la naturaleza.

 

Lo que desatará la libre veda sobre el medio natural es la secularización de estas convicciones de origen religioso, la traducción en términos materiales –materialistas- de aquella vieja prescripción divina. En la operación hay una diferencia decisiva de aliento. El hombre antiguo de matriz bíblica posee el encargo de dominar la naturaleza para sobrevivir: este don divino le alivia la pesada carga de la coacción natural –para mayor gloria de Dios. Pero el hombre moderno deriva del legado divino una responsabilidad que interpreta conscientemente como dominio, señorío, lo cual le inviste de una libertad nueva. El hombre moderno siente su capacidad de dominación como una posibilidad de emancipación. A partir de ese momento, la dominación (técnica) y la emancipación (individual) van a caminar juntas como las caras de una misma moneda –la modernidad. Todos los grandes movimientos de la conciencia moderna pueden interpretarse como avances hacia la emancipación individual, según vio Hegel: la Reforma protestante afirma la conciencia individual ante Dios, la Ilustración afirma la conciencia individual ante el conocimiento, la Revolución afirmará la conciencia individual ante el poder. A lo largo de este proceso hay un solo protagonista: el Yo moderno. Cada nueva afirmación se ejecuta a costa de todo cuanto ate al individuo, incluido el medio natural. En la conciencia moderna, cada movimiento en pos de la libertad exige un acto de dominación material, técnica. Y, de hecho, ese periodo, desde el siglo XVI hasta nuestros días, conocerá simultáneamente la mayor acumulación de progreso técnico en la historia humana y el mayor deterioro de la naturaleza en la historia del planeta. Esa es la historia de nuestras vidas.

 

Por qué hay que ser (moderadamente) ecologista

 

Si escribiéramos la historia de la modernidad no desde el punto de vista de los hombres, las naciones o las clases sociales, sino desde el punto de vista de la naturaleza, esa historia podría escribirse como la de un largo cautiverio donde cada nuevo periodo ha representado un aumento de la explotación y la servidumbre, una intensificación del dolor. El suplicio alcanzaría sus más rudas expresiones en el siglo XX, y ello a través de dos hallazgos científicos fundamentales. El primero es la descripción del átomo y la capacidad técnica para su fisión, que alumbra por primera vez la posibilidad de una destrucción universal, absoluta; el conocimiento del último secreto de la materia viene acompañado por la amenaza expresa de la aniquilación total. El segundo gran hallazgo es la composición del código genético y la capacidad técnica para su manipulación, que paralelamente alumbra por vez primera la posibilidad de rectificar la vida, de variar sus leyes; el conocimiento del último secreto de la vida viene acompañado por la amenaza expresa de su violación, de su explotación.

 

Sin dejar de escribir desde el punto de vista de la naturaleza, estos dos grandes hallazgos, que describen la cualidad del siglo XX con mayor expresividad que los viajes al espacio, representan necesariamente el final de un proceso –del proceso moderno. Cuando el dominio de la materia llega hasta el punto en que el conocimiento abre la puerta a la destrucción definitiva, entonces no hay más remedio que detenerse –detenerse justo al borde del último abismo, que es el miedo generalizado a una catástrofe irrecuperable. Y cuando el dominio de la vida llega hasta el punto en que es posible producirla técnicamente, orientarla de manera consciente, rectificar sus reglas, entonces no hay más opción que pararse y mirar alrededor –pararse precisamente allá donde todo es posible, porque ahí surgen las grandes preguntas sobre lo que debe estar vetado. Ambos episodios significan lo mismo: el trayecto se detiene porque crece exponencialmente la sospecha de que un paso más allá sería fatal. Y esta vez la fatalidad no afectaría sólo a los bosques, los ríos o los campos, sino a la supervivencia misma de la humanidad  sobre el planeta. El camino de la dominación en nombre de la emancipación, que es el camino de la modernidad, ha conducido a un lugar donde todo nuevo gesto de dominio revertiría ya no en libertad, sino en esclavitud y muerte. Por eso la pregunta acerca de las condiciones de supervivencia de la humanidad se convierte en un elemento central de nuestro tiempo; por eso nuestro tiempo necesita reconsiderar la posición del hombre respecto a la naturaleza.

 

La preocupación ecológica nace, pues, de circunstancias materiales, concretas, fácilmente reconocibles, que llevan a reformular la pregunta sobre la posición del hombre en el mundo. La vieja respuesta, aquella que nos señalaba como amos y señores, ya fuera en nombre Dios, ya en nombre de nuestra libertad, ha dejado de tener valor de verdad. Ahora ya sabemos que no podemos seguir siendo amos y señores, so riesgo de perecer. Entonces la vista se dirige hacia aquellos que, en otro tiempo, trataron de ofrecer una respuesta distinta. La Ecología, como disciplina científica, nació a finales del siglo XIX por obra del alemán Haeckel. Su principal aportación fue considerar la naturaleza como un sistema vivo y complejo que se sostenía sobre una densa red de relaciones en su interior. Esto puede parecernos hoy una verdad demasiado obvia; sin embargo, en su momento no lo era, y menos lo era aún entender que el hombre forma parte de ese sistema natural, que el papel del hombre ante la naturaleza es inseparable de la naturaleza misma. De aquella percepción se dedujo en el plano social y cultural, de manera más o menos inmediata, una actitud nueva ante la naturaleza, una percepción ya no señorial, sino más bien fraternal de la posición del hombre en el mundo vivo. De aquí nacerán, especialmente en el entorno de los movimientos conservadores, pero no sólo en ellos, las corrientes del amor a la vida natural, del retorno a la tierra, del naturismo, de la educación al aire libre… Maneras de vivir –o de sentir la vida- que en su momento significaron una completa ruptura con los patrones de la vida industrial y que resurgirían medio siglo después, frecuentemente convertidas en moda, al calor de la preocupación ecológica.

 

Lo más relevante de la ecología científica fue que abrió la puerta a una manera diferente de pensar la existencia humana. Ante todo, la nueva perspectiva venía a rectificar el humanismo. No en el sentido de un sobrehumanismo al estilo nietzscheano ni de un materialismo al estilo marxista, sino, más bien, en el sentido de una sumisión del hombre a las leyes de la naturaleza, que era lo mismo que circulaba ya en el pensamiento contemporáneo desde que Darwin apeó al homo sapiens del pedestal de cenit de la Creación. No es en absoluto caprichoso que esta rectificación del humanismo viniera a desembocar, a través de exploraciones como la de Heidegger, en un distanciamiento de la Ilustración y sus luces cegadoras, metáfora sustituida por la claridad mucho más tenue de un claro de bosque. Esa actitud implica una resignación, una aceptación de la naturaleza como algo dotado de entidad propia, que exige del hombre una reflexión sobre sus límites. Puede defenderse que en eso pensaban Adorno y Horkheimer cuando escribieron que todo intento por vencer a la coacción natural se resolvía inevitablemente en un aumento de la coacción natural. Frase que pierde todo carácter enigmático si pensamos en las boinas de contaminación que envuelven a las ciudades a causa de esa calefacción con la que contrarrestamos el rigor del invierno: la resistencia a la coacción natural genera otro tipo de coacciones naturales. Por supuesto, lo trágico es que, pese a todo, no tenemos más remedio que combatir la coacción natural para sobrevivir. En esta figura puede resumirse la condición del hombre contemporáneo.

 

Cómo pensar la relación hombre-naturaleza

 

El camino que hemos trazado hasta aquí tiene por objeto fundamentar una posición, sentar un punto de partida, a saber: hoy no es posible pensar el mundo sin conceder un lugar preeminente a la cuestión ecológica. Esto no se debe sólo a las eventuales alarmas sobre el deterioro natural (¿acaso si tales alarmas cesaran volveríamos al punto de partida?), sino, sobre todo, a la constatación de que la modernidad, a través de la energía atómica y de la ingeniería genética, ha llegado ya a las últimas fronteras del dominio de la naturaleza. Lo que ahora cabría esperar es que el pensamiento, levantando acta de este punto del camino, sea capaz de imaginar formas nuevas de vivir con la naturaleza; formas que pudieran traducirse en políticas en el sentido más amplio del término. Y este es precisamente el momento en que ahora nos encontramos, al menos en las sociedades más desarrolladas del mundo –las mismas sociedades que en su día abrieron el proceso dominador de la modernidad.

 

¿Cómo afecta todo esto al pensamiento, a la manera de entender el mundo y de entendernos a nosotros mismos? La preocupación por la naturaleza es prácticamente unánime en nuestro tiempo. No hay discurso público que no haya hecho un lugar para la atención al “medio ambiente”, al imperativo ecológico. Los intentos por devolver la naturaleza a un lugar expresamente subordinado, inferior en términos de valor, se reducen a unos pocos ejercicios neo-ilustrados que reivindican –quizás un tanto precipitadamente- la memoria de Descartes a título de fundador del mito del hombre como rey de la creación. A esos ejercicios no les falta solidez intelectual, pero olvidan algo decisivo, a saber: que ese hombre rey, a lo largo del siglo XX, se ha manifestado como un déspota, como un tirano insaciable y cruel que, en pos de su ambición, “ha convertido todo lo vivo en una gigantesca gasolinera”, como decía Heidegger. Lo decisivo es precisamente esto: ya no es posible seguir dentro de los moldes del humanismo, del antropocentrismo.

 

El verdadero reto intelectual debería consistir en llegar a enfocar el lugar de la naturaleza desde una comprensión global del problema, es decir, una perspectiva que nos permita pensar simultáneamente el orden natural, la posición del hombre en ese orden y la relación entre naturaleza y técnica. En ese marco, la expresión “pensar simultáneamente” significa ante todo una cosa: ser capaces de mantener un equilibrio entre el destino del hombre y el destino de la naturaleza, concebir ese destino como una misma cosa. Pero nuestras categorías mentales parecen poco aptas para operar esa simultaneidad. De hecho, dentro del propio pensamiento ecologista se advierte una clara dificultad para conseguirlo. Y lo que encontramos es, más bien, una dualidad de corrientes contrapuestas: unas, de tipo conservacionista, siguen atadas al modelo antropocéntrico; otras, al contrario, dan en un modelo naturocéntrico que subraya el valor intrínseco de la naturaleza, pero con ello obliteran deliberadamente un factor humano que, sin embargo, es fundamental, porque es ontológicamente imposible pensar al margen de nuestra propia humanidad.

 

En efecto, en el interior del pensamiento ecológico, las perspectivas de carácter conservacionista pecan de un exceso de antropocentrismo, es decir, se mantienen demasiado vinculadas a una visión de las cosas donde el hombre ocupa un lugar central. El objetivo de hacer durar los recursos naturales, proteger la biodiversidad y mantener las condiciones naturales de la vida humana es, sin duda, loable, y no cabe duda de que se trata de imperativos ineludibles. Pero si el lugar que destinamos a la naturaleza es el de “recurso”, “entorno”, “medio”, entonces es porque de antemano hemos colocado al hombre en el centro: él es quien administra los recursos, quien cuida el entorno, quien gobierna el medio. Con lo cual, tácitamente, seguimos en el viejo esquema según el cual el objetivo racional del hombre es su propia supervivencia en cuanto especie, esquema en el que la supervivencia de la naturaleza sólo ocupa un lugar secundario, accesorio, instrumental, pues sigue viéndose como algo que está a nuestra disposición. La única diferencia respecto al antiguo modelo del hombre explotador reside en que, ahora, la explotación se ejecutará con más perspectiva de futuro, con más eficiencia (pues se atenderá al correcto mantenimiento del depósito), incluso con cariño (pues se aprenderá a mirar los dones naturales con aquella amable “solicitud” que predicaba San Agustín). Pero, puestos en una situación límite, en este planteamiento nadie dudará en señalar quién es prescindible: la naturaleza.

 

La corriente contraria, dentro del mismo pensamiento ecologista, podría enunciarse así: el protagonista es el mundo natural en sí mismo y el hombre no es sino una especie más en el conjunto de lo vivo. Ahora bien, este enfoque peca de una errónea interpretación antropológica, es decir, no calibra bien la verdadera posición del hombre en el cosmos. Porque es verdad, efectivamente, que somos una especie más, pero igualmente somos la única especie que ha desarrollado una civilización, una cobertura técnica que forma parte de nuestra propia naturaleza, hasta el punto de que podríamos decir, con Gehlen, que la naturaleza del hombre es la cultura, y ello hasta el extremo de que pensamos la naturaleza. Concebir lo humano como una dimensión integrada en el devenir natural es un buen punto de partida para tomar conciencia de quiénes somos y dónde estamos y, en consecuencia, para relativizar esa centralidad de lo humano que la tradición moderna nos ha legado, para desplazar al hombre de su trono. Pero no es posible obliterar el hecho de que el camino del hombre sobre la Tierra se ha construido contra las constricciones naturales, frente a ellas; como una anti-naturaleza que, en realidad, es la expresión misma de la naturaleza humana. Es obvio que la naturaleza existe por sí misma, con independencia del hombre: existió antes de que hubiera hombres y, salvo catástrofe cósmica, seguirá existiendo cuando todos nos hayamos marchado de aquí. Pero la naturaleza, que tiene existencia propia, al entrar en contacto con el hombre adquiere una cualidad distinta: pasa a representar algo, a significar algo; viene a poseer un sentido espiritual, intelectivo, distinto a su existencia biológica y física. Y ninguna mirada humana, por definición, puede prescindir de esa dimensión antropológica de la comprensión de la naturaleza, ninguna puede actuar como si el hombre no determinara a la naturaleza. Por eso la mirada exclusivamente naturalista termina siendo, inevitablemente, una fábrica de error.

 

Puestos uno junto a otro, ambos desarrollos teóricos, el conservacionista y el naturalista, se muestran como contradictorios en su misma base. El primero parte de un esquema antropocéntrico; el segundo otorga la centralidad a la naturaleza. No es posible hallar un punto medio, un lugar de encuentro entre ambas perspectivas: centro no hay más que uno. O entendemos nuestra vida como despliegue –tan armonioso como sea posible- del hombre sobre el mundo, o la entendemos como un episodio más –tan relevante como se quiera- del gran libro de la historia natural. No se puede ser un poquito antropocéntrico y un poquito naturocéntrico.

 

La insuficiencia de los “verdes”

 

Todo esto tiene consecuencias en el plano inmediatamente político, que es el plano de las decisiones concretas sobre la vida en común. Esas consecuencias se traducen, esencialmente, en una cierta incapacidad para desarrollar unos planteamientos ecologistas que realmente superen el problema moderno, que es el antropocentrismo. Por ejemplo, hace muchos años que instituciones tan poco subversivas como el Club de Roma dieron el primer aviso sobre la fragilidad del desarrollo. Otras muchas voces le han seguido, empezando por la ONU. Pero, curiosamente, sus trabajos siempre han apuntado a lo mismo: no a rectificar el funcionamiento general del sistema, sino a reajustar aquellos aspectos poco funcionales con el único objetivo de que el sistema del desarrollo siga adelante.

 

El problema de base es precisamente ese: la incapacidad para pensar la existencia humana sobre la Tierra en términos distintos a los del desarrollo, es decir, en términos no económicos. La gran apuesta sería justamente esa: ser capaces de pensar al margen de las categorías económicas o, más precisamente, integrándolas en una visión superadora. En el fondo, los neoliberales no se equivocan cuando optan por una refutación general y de principio de cualquier perspectiva ecológica: ellos saben perfectamente que asumir el punto de vista ecologista implica renunciar al cogollo mismo de la doctrina neoliberal, a saber, la definición del individuo como ser que busca en todo momento su mejor interés utilitario.

 

Ahora bien, el movimiento “verde”, tal y como se va desplegando en las sociedades occidentales, parece igualmente lejos de construir una alternativa real. Los partidos verdes suelen adolecer de una cierta incoherencia de fondo. Por ejemplo, es contradictorio llevar el respeto de los ciclos naturales hasta el extremo de vetar el trazado de una autopista porque cruza una zona de nidificación de mariposas (caso reciente en España) y, al mismo tiempo, defender rupturas tan radicales de esos mismos ciclos como el aborto, o callar ante la no menos contranatura acumulación de embriones humanos congelados en clínicas. Salvo que se piense que las mariposas son más naturaleza que los humanos, lo cual, evidentemente, sería una estupidez. Este tipo de contradicciones daña seriamente la credibilidad de los verdes: tiñe con un toque grotesco algunas de sus reivindicaciones y, simultáneamente, transmite la impresión de que también los verdes permanecen atados a ese modo de pensamiento, tan moderno, que consiste en ver el mundo la gasolinera de Heidegger.

 

La frecuente incoherencia de los verdes se debe a que, en general, no han llevado la crítica de la modernidad hasta el grado de profundidad preciso. Han centrado su crítica en aspectos concretos del modo de vida industrial y del sistema económico que le es inherente, y muchas veces han dado en el clavo con sus denuncias, pero han permanecido en la periferia del problema. Porque el verdadero problema no es que el capitalismo industrial destruya la naturaleza –el comunismo industrial la destruía en igual o mayor medida-, sino que la destrucción de la naturaleza es la consecuencia inevitable de aquella filosofía que erigía al hombre en dueño y señor de la Creación. Los movimientos verdes muy rara vez osan dar este paso: la crítica de aquel humanismo que, bajo la forma de individualismo, es causa última de la crisis ecológica.

 

Con todo, no faltan hoy marcos de pensamiento que permiten alentar una superación de estas insuficiencias. Lo que se va viendo surgir es la consideración de la vida natural como un todo donde el hombre desempeña un papel único y específico. Ese papel es dual: por un lado, el hombre es una parte del todo; por otro, el hombre es al mismo tiempo el sostén de ese orden global, su guardián, pues sólo él está en condiciones de pensarlo. En ese sentido caminan posiciones como la de Michel Serres y su “carta de los derechos de la Tierra”: el inevitable protagonismo es del hombre, pues él define tales derechos; pero el titular de los derechos es la Tierra, que queda así revestida de una nueva dignidad. Quizá por aquí lleguemos a encontrar una solución satisfactoria para uno de los problemas cruciales de nuestro tiempo.

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