Nueva teoría del Centro: la ideología de la globalización

13.05.2017 09:58

La ideología de la globalización ha encontrado en el "centro" su formulación política idónea, hasta el punto de que avanzamos, según parece, hacia una especie de "partido único", quizá bajo distintas etiquetas para salvaguardar la ilusión de que hay "democracia". ¿En qué consiste esa nueva teoría del centro? Este texto fue escrito en 2008 y publicado en 2010 como parte del volumen "En busca de la derecha (perdida)".

 

Hablar de la derecha hoy, en España, pero también en buena parte de Europa, es hablar del “centro”. El Centro se ha convertido en el referente único de las actitudes políticas. Hoy todos quieren ser no sólo de centro, sino El Centro. Pero esto es algo que afecta también a la izquierda: todos piensan y dicen lo mismo, todos reivindican el mismo lugar. Y además, seguramente, lo creen. Inquietante convergencia que no deja de recordar aquel “pensamiento de vía única” denunciado por Heidegger como médula de una civilización basada exclusivamente en la economía y en la técnica. ¿Sería el Centro la primera manifestación de un sistema único edificado sobre la transformación del Mercado en único punto de referencia? Si no lo es todavía, al menos lo va pareciendo.

 

El “giro al centro” emprendido por el Partido Popular en su Congreso de 1999 fue una de las novedades más relevantes acaecidas en el panorama político español desde el comienzo de la transición. Para encontrar un suceso equivalente habría que remontarse a septiembre de 1979, cuando el Partido Socialista renunció al marxismo. Y es que la operación “centrista” de Aznar, que interpretada desde el limitado y ceporro ámbito de la política interna pareció no ser más que una estrategia de mercadotecnia electoral, alcanzaba en realidad una dimensión mucho más importante si la situamos en el contexto de los diversos cambios que por entonces comenzaron a experimentar las fuerzas políticas gobernantes en el resto de Europa. Con aquel giro, la derecha (ex derecha) española se colocaba en la vanguardia del movimiento político mundial; una vanguardia, no obstante, que dista de anunciar radiantes amaneceres.

 

Miremos alrededor: tanto en Gran Bretaña como en Francia, Alemania y España, los partidos gobernantes han encontrado en la “teoría del centro” un arma capaz de sintonizar con la mayoría social y de superar la creciente desconfianza de los ciudadanos hacia sus elites políticas. Bajo el impulso pionero del británico Tony Blair, los gobiernos europeos de entresiglos comenzaron a proponer políticas calificadas como de “nuevo centro”, “centro radical”, “centro reformista” o “extremo centro” (todas esas etiquetas se han barajado) que pretendían ser respuestas eficaces para la gestión de un mundo cincelado bajo los impulsos de la globalización; políticas que suponían, de hecho, la cancelación de la vieja división entre izquierda y derecha.

 

Lo novedoso de estas políticas es que podían ser igualmente abanderadas por formaciones de la vieja izquierda o de la vieja derecha, lo cual venía a indicar que estábamos ante un cambio cualitativo, algo así como un “salto cuántico” en las reglas que hasta entonces regían los alineamientos políticos, tanto de los partidos como de los electores. Nació una nueva situación donde la creciente convergencia en torno al “centro” pasaba a convertirse en clave de bóveda de todo el sistema político. Quienes descreyeron de la nueva tierra de promisión, como la izquierda francesa, no tardaron en purgar su pecado. Pero este generalizado “giro al centro” entrañaba también un riesgo mayor: la instauración de hecho de un partido único que excluya la posibilidad de cualquier alternativa política real y, más aún, de toda confrontación ideológica significativa. En la política moderna, el centro era el espacio de la moderación; en la política posmoderna, paradójicamente, el centro puede ser el ámbito de una nueva y “dulce” tiranía.

 

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Quizás la buena fama que rodea al término “centro” procede de las connotaciones tranquilizadoras que esa fórmula poseía hasta fecha reciente. En la cultura política clásica, la de los siglos XIX y XX, la idea del centro respondía a una actitud esencial del espíritu burgués: la moderación. El centro no era un espacio político, sino un talante, y en él se reconocían todas las opciones moderadas. Tal actitud o talante no tenía por qué excluir una ideología determinada, más bien al contrario: sólo tenía sentido si existía una ideología previa, un punto a partir del cual la moderación tuviera valor. “Los franceses desean ser gobernados desde el centro”, dijo una vez Giscard d’Estaing. Y ya en su día se le contestó: ¿Desde el centro de qué? ¿Cómo puede haber un centro si no hay una derecha o una izquierda? Uno puede ser de derechas o de izquierdas y observar un comportamiento moderado, equilibrado, de “centro”, es decir, estar en el centro. Por el contrario, ser “de centro” no quiere decir gran cosa, porque la moderación, en sí misma, no es un programa, ni siquiera un valor permanente.

 

En principio, en la vida pública, como en la privada, la moderación es garantía de bienestar y longevidad. Ahora bien, no es posible ser moderado siempre y en todos los casos. Por ejemplo, no cabe la moderación cuando ésta se traduce en otorgar la iniciativa al inmoderado. Es lo mismo que decía Spengler sobre el pacifismo: que resulta suicida cuando su consecuencia es dejar al belicista la iniciativa de la acción. Esto lo entenderán muy bien, por ejemplo, quienes hayan de negociar la entrega de las armas de una organización terrorista, pero también deberían entenderlo quienes han de pactar con un partenaire poco moderado en sus pretensiones o aspiraciones. La moderación es un estilo, un talante, no una ideología, y eso no es una virtud, sino un límite.

 

Aunque la vieja etiqueta del “centro” es políticamente incolora, resulta innegable que, históricamente, ha venido jugando un papel mayor en la derecha que en la izquierda. Esto obedece a diversas causas, unas más edificantes que otras. Entre las poco edificantes hay que contar la pusilanimidad de la vieja derecha, que muchas veces, y sobre todo en los años en que la izquierda se apropió del poder cultural, ha tenido miedo de decir su nombre y ha emprendido una hilarante carrera por hallar fórmulas que suavizaran o atenuaran su condición. La de “derecha civilizada” –los españoles que vivieron la transición lo recordarán- fue una de esas fórmulas, y “centro” ha sido otra. Fórmulas que, en todo caso, surtieron poco efecto, pues la potestad de atribuirlas o denegarlas estaba en manos de la intelligentsia de izquierdas. Así la derecha cayó rehén de su propia mala conciencia.

 

Pero el centrismo de la derecha clásica es algo más, y va mucho más allá de las meras estrategias de imagen o del simple miedo a sí misma. La formulación política de la idea de centro, históricamente, pertenece más al acervo de la derecha que al de la izquierda. Ya el sistema canovista, en la transición entre siglos, adoptó como idea basilar la de atraer a los partidos extremos hacia el centro, siempre entendido éste como espacio de moderación. Mucho después, Gil Robles insistirá sobre esa idea en el Parlamento de la II República: “¡Desgraciada una nación y desgraciado un Parlamento –declama con su acostumbrado estilo enfático, tan de la época, el 4 de julio de 1933- que se encuentren divididos ideológicamente en dos tendencias opuestas sin que haya unas situaciones de centro que sean capaces de encauzar, de un modo normal, la marcha de la política!”[1]. Y el 12 de noviembre de 1933 vuelve a la carga: “Nuestra posición en España consiste en centrar la política”. En la perspectiva de Gil Robles, el centro no era un partido, sino la línea media de una serie de ideologías heterogéneas; inversamente, los partidos “de centro” serían engendros detestables, pues se trata de “partidos de defensa de intereses”, “partidos escépticos, partidos sin alma”. El centro, para el líder de la CEDA, era una posición, no una doctrina.

 

Por cierto que en la II República hubo un partido autotitulado de centro: el radical de Lerroux, pero fue la antítesis del equilibrio. Y antes había existido el “centro reformista” de Melquíades Álvarez, paradigma de la componenda, y cuya etiqueta ha recogido sesenta años después, seguramente sin saberlo, el Partido Popular. Hay que decir que la izquierda de la época también anduvo muy alejada de posiciones de equilibrio, de moderación: cuando perdió las elecciones, respondió organizando la Revolución de 1934. Y es que los tiempos no estaban para equilibrios; la dinámica de aquel tiempo fue propiamente la de una guerra civil europea, como ha visto Nolte[2]. En Alemania, el partido católico Zentrum –precisamente- también terminará irremediablemente inclinado hacia la derecha, como ocurrió con la derecha gilrroblista. Ya lo hemos dicho: no es posible ser moderado en toda situación y en todo lugar.

 

Pero, a pesar de todos los pesares históricos, la derecha ha seguido dándole vueltas a la cosa y siempre ha habido una derecha dispuesta a predicar la moderación –a predicarla, y a dar trigo. Así llegamos al planteamiento teórico más reciente –y también más completo- de la idea de centro en su acepción clásica, cuya paternidad corresponde a una de las figuras esenciales del conservadurismo español: Manuel Fraga. El fundador de Alianza Popular empezó a formular su Teoría del Centro en 1969, es decir, aún bajo el régimen de Franco[3]. El centrismo, para Fraga, es al mismo tiempo un estilo –un talante- y un posibilismo: “La línea de lo posible entre la derecha inmovilista y la izquierda utópica”. Como talante, el autor remonta el centrismo a la idea aristotélica del “justo medio” en tanto que eje de la virtud. Y como posibilismo, Fraga apuntala su teoría con el hecho de que las clases medias, que son los grupos mayoritarios en las sociedades desarrolladas, se sienten inclinadas hacia actitudes de centro. O sea que el centro es, además de civilmente virtuoso, políticamente rentable.

 

Otrosí, el centrista no es ni conservador ni revolucionario, sino reformista: ni rechaza el orden establecido ni lo acepta incondicionalmente, sino que desea “transformarlo selectiva y evolutivamente”, es decir, en capítulos determinados y de modo progresivo y sin violencia. Entre una derecha que cree en la autoridad y a veces degenera en la fuerza, y una izquierda que cree en la igualdad y a veces degenera en la anarquía, el centro es el recto camino del Derecho que regula las libertades individuales y colectivas. Pero en Fraga, como antes en Gil Robles, el centro no es un “tercer partido”, un “partido del medio”, sino una orientación de conducta común a dos grandes partidos: uno de (centro)-derecha y otro de (centro)-izquierda. A la hora buscar fuentes para el léxico de la posterior operación centro-reformista de la derecha española, parece claro que hay que remontarse a esta teoría fraguiana del centro más que a la roma praxis del pobre don Melquíades (que, por cierto, murió asesinado por los milicianos socialistas en 1936).

 

Desde este punto de vista, en la derecha española había una evolución predecible al menos desde 1977. Pero también es preciso señalar un importante matiz, y es que la posición de centro reformista, en sí misma, privada de cualquier referencia ideológica directa, no dice nada acerca de qué dirección tomarán las reformas. El reformismo es una manera de hacer camino, pero no es una meta: puede haber un reformismo de derecha y otro de izquierda, en función de cuál sea el objetivo final que se pretende lograr. El reformismo, como el centro, es un talante, no una doctrina. Para que ese talante se despliegue hace falta que exista una ideología previa, ya sea de derecha, ya de izquierda. Si no hay tal meta, el camino –el centrismo- no tiene gran sentido: “El centro no es un lugar político –reitera Fraga en 1987-, sino una orientación a la moderación de los extremos”. De lo contrario, si el centro se convirtiera en referente no actitudinal, sino ideológico, todo el viejo sistema del pluralismo político se colapsaría, pues no habría alternativas reales. Y así, señala Fraga, un partido de centro, a la larga, podría incluso conducir a un régimen de partido único, perdiéndose los beneficios de la confrontación de ideologías.

 

Cuando los herederos directos del régimen de Franco y de su partido único –el Movimiento Nacional- constituyeron otra partido para pilotar el proceso de transición a la democracia, apostaron expresamente por una denominación ajena a cualquier ideología: Unión de Centro Democrático. Inevitablemente, el experimento condujo a la desarticulación ideológica de la derecha española.

 

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Pero volvamos a ese temor de Fraga a la transformación del centro en “partido único”, porque nos viene muy bien para ilustrar la diferencia esencial entre la vieja teoría del centro y la nueva realidad que bajo el nombre de “centro” hemos visto surgir. La vieja teoría del Centro reposaba sobre la clásica división derecha/izquierda, y de ella dependía. Lo que tenemos ahora, por el contrario, es otra cosa, pues pretende trascender tal división. La vieja teoría del Centro definía un estilo de moderación en el ámbito de la política burguesa, lo cual la aproximaba más a las posiciones de la derecha liberal; inversamente, el neocentrismo contemporáneo es común a la derecha y a la izquierda, y aspira a anular esa división. Desde hace algunos años, el centro está dejando de ser una actitud, un estilo, un talante, para convertirse en una suerte de corona que todo el mundo quiere ceñir. El Centro es, hoy, un fin en sí mismo. Quizá no pueda decirse que el Centro se ha hecho ideología, pero, desde luego, sí puede afirmarse que el Centro es el mito político dominante en la escena contemporánea.

 

Quien mejor encarnó esta nueva realidad del Centro, hasta el punto de que en su momento se convirtió en hombre de moda, espejo de gobernantes y modelo de candidatos, ha sido, sin duda, el político laborista británico Tony Blair. Es útil recordar las etiquetas que los medios de comunicación diseñaron para definir las posiciones de Blair: “centro-centro”, “extremo centro”, “centro radical”, “tercera vía”… El socialdemócrata Gerhard Schröder copió la receta para Alemania: Die neue Mitte, “el nuevo centro”[4]. Son fórmulas que veinte años atrás habrían carecido de sentido, pero que a partir de los últimos años noventa comenzaron a definir fielmente la realidad.

 

Vale la pena recordar que aquella “tercera vía” se presentaba a sí misma como una adaptación de la vieja socialdemocracia a la nueva realidad mundial. “La tercera vía –señalaba Anthony Giddens- no es más que la aplicación de los valores socialdemócratas en un mundo globalizado donde la vieja mecánica de la socialdemocracia ya no funciona, pero donde la gente todavía aspira a tener las mismas cosas: una buena sanidad, una buena educación y alguna forma de protección colectiva frente a los riesgos que entraña el mundo. Todo esto, sin volver al viejo y burocrático Estado del Bienestar”[5]. Evidentemente, se trata de un programa cuyos objetivos finales podrían ser igualmente suscritos por la derecha. ¿Y para qué votar a la derecha cuando se puede conseguir los mismos resultados votando a la izquierda, con la ventaja de que ésta última seguía beneficiándose de la aureola de superioridad moral –artificiosa, pero no por ello menos eficaz- que le brinda el dilatado periodo de dominio cultural de la intelligentsia progresista? El sostenido hundimiento de la derecha británica a lo largo de varios años fue tal vez el mejor ejemplo de esa precariedad producida por el “giro al centro” de la izquierda.

 

En España, sin embargo, las cosas comenzaron a circular en sentido contrario. El Partido Popular, en busca de claves nuevas para reconstituir el polo de la derecha española, encontró en el espíritu neocentrista un arma excelente, especialmente en su política social. Las propuestas recogidas en su Congreso de 1999 eran idénticas a las tesis defendidas por Tony Blair y su “tercera vía” para la creación de empleo y la protección social: gestión privada de los servicios públicos, orientación laboral de la educación, etc. Esto supuso un cambio importantísimo en la trayectoria de la derecha española. El neocentrismo representaba, para la derecha española, la posibilidad de ponerse en sintonía política con los países más desarrollados, coger el compás de la marcha del mundo, convertirse en la vanguardia de la globalización en nuestro país, monopolizar la gestión de la única política posible y, de paso, arrinconar a la izquierda durante un largo tiempo. Por eso Aznar pudo convertirse en portaestandarte de la Tercera Vía, en Adelantado de la larga marcha hacia el Centro. Y en términos de desnudo poder, es difícil reprochárselo.

 

El centrismo de Aznar no ha sido ni neotacitismo fraguiano, como el de la vieja teoría del centro, ni oportunista estrategia de imagen, según le reprochó en su día la prensa “de izquierda”, sino que ha sido “tercera vía” en estado puro. Los socialistas españoles, de haber estado en condiciones de hacerlo, no habrían actuado de otra manera. Sencillamente, Aznar se encontró el viento de popa. Y largó velamen, como era de esperar.

 

Después, como es sabido, el centro reformista quedó estigmatizado por la foto de las Azores y la guerra de Irak. No ha sido la guerra más cruenta ni la más larga ni la más injusta de nuestro tiempo, pero sí la que más alimentó los resortes de la propaganda política. De aquella foto terminarían cayéndose los dos adalides del nuevo centro: el británico Blair y el español Aznar. El tercer personaje de la foto, el presidente norteamericano Bush, perdió las elecciones. Y fue reemplazado por otro presidente, Obama, que no se cansado de repetir que sus posiciones son… de centro. Esto, en todo caso, es otra historia.

 

Lo que a nosotros nos interesa preguntarnos aquí es si esta nueva ideología del centro sirve para algo a una mentalidad de derecha. Para el profesional de la política, el surgimiento del “nuevo centro” representa una oportunidad que es imperativo aprovechar: quien se quede fuera, jamás tocará el poder. Pero para quienes vemos la política desde abajo, desde el lugar del ciudadano, o desde fuera, desde el lugar del observador, la perspectiva es muy otra: dado que todos compiten por ejecutar la misma política, el neocentrismo no representa oportunidad alguna, sino que, desde este punto de vista, ofrece más bien el aspecto de una inexpugnable ciudadela donde las elites políticas y económicas deciden el destino (el no-destino) del resto de la humanidad sin que nadie pueda meter baza. Los temores de Gil Robles o de Fraga, según los cuales los partidos de centro son meros “partidos de intereses” –esto es, defensores de la posición dominante de una elite determinada- y pueden desembocar en situaciones de partido único, parecen hacerse realidad.

 

El nuevo Centro, en efecto, nace como consecuencia de un contexto de homogeneización material, de uniformización espiritual, de reducción de la pluralidad política. No se trata de un despotismo uniformizador al estilo de los viejos totalitarismos modernos, sino que su atmósfera es más bien la de un Mercado que se extiende sin traba alguna y que todo lo inunda, imponiendo sus leyes y borrando cualquier alteridad, cualquier diferencia. Alain de Benoist lo ha puesto en relación con lo que el filósofo Zaki Laïdi llama “el imaginario de la cancelación”: apoyándose en el hecho de la globalización económica (factor de poder material a escala planetaria) y en la ideología de los derechos humanos (cobertura moral de ese poder), el imaginario de la cancelación predica la abolición de las fronteras políticas, históricas y culturales. Nace así una especie de “ideología-mundo” cuyos tópicos esenciales son la competitividad, la flexibilidad y la desregulación, es decir, el programa básico de los países industrializados, y cuyo modelo de referencia universal es el Mercado. ¿Pero esto no es, más que política, economía? Precisamente.

 

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Es imprescindible situarse en esa perspectiva económica (o, más bien, economicista) para entender en su plena significación el fenómeno del Nuevo Centro. Cuando los neocentristas sostienen que no hay economía de derechas o de izquierdas, sino sólo economías modernas y bien gestionadas que “funcionan” –uno de los tópicos doctrinales del Centro en todas las latitudes-, lo que hacen en realidad es adherirse, con el pretexto de la crítica de la ideología, a una ideología muy concreta: la del Mercado como paradigma de la Modernidad. Y esta ideología del Mercado se basa en dos preceptos reduccionistas hasta lo despótico, a saber: en primer lugar, que se ha de dejar absoluta libertad al mercado, sin intervenciones de ninguna clase, lo cual significa que los principios organizativos de la economía se consideran intangibles; segundo, que esos principios son siempre los mismos en cualquier época, en cualquier lugar y en cualquier contexto cultural, es decir, que son ahistóricos, lo cual es tanto como pensar que se trata de principios eternos.

 

Todo esto equivale a proclamar que el tiempo de la política ha pasado ya, y que a partir de ahora las acciones humanas han de aceptar sumisamente los imperativos de un Mercado concebido no como institución social ni como creación humana, sino como mito, como nuevo dios sin rostro y sin nombre, ajeno al paso del tiempo y a los minúsculos afanes humanos. Y después de todo, ¿por qué no? ¿Acaso los radicalismos ideológicos no han sido la madre de todos los desmanes vividos en el siglo XX? ¿Acaso la marcha de la historia no ha demostrado que la gestión de intereses es más apacible que la gestión de pasiones? ¿Acaso el capitalismo no ha demostrado que es el mejor sistema económico a la hora de elevar la prosperidad de amplísimas capas de población? ¿Y acaso nuestros mecanismos de organización política no se han refinado tanto que ya no necesitan conductores, sino más bien mecánicos?

 

La implantación de la ideología del Mercado como sistema único echa sus raíces en la Ilustración liberal del siglo XVIII, pero ha conocido una extraordinaria aceleración al compás de las transformaciones que el mundo ha experimentado en el último cuarto de siglo. Hace veinte años todavía se hablaba de pugna entre dos “modelos de sociedad”[6]. El punto de referencia soviético –o, más habitualmente, los “suavizados” modelos húngaro o yugoslavo- funcionaban como polo alternativo al capitalismo. Por el contrario, la caída del Muro de Berlín convirtió al capitalismo en único modelo de sociedad posible, sin alternativa digna de ser tenida en consideración –y las alternativas posibles, como el sistema islámico o las propuestas ecologistas, son inmediatamente descalificadas como bárbaras o como utópicas, y frecuentemente no sin buenas razones. La caída del Muro entrañó la desaparición del último referente propiamente ideológico de la escena mundial: la confrontación Este/Oeste. A partir de ahora, el orden planetario pasa a interpretarse en términos exclusivamente económicos, y no en unos términos cualesquiera, sino en los términos del sistema capitalista, que es el único vigente.

 

Esta imposición de un sistema único ha venido a producirse en terreno abonado. Hace ya muchos años que en el ámbito político occidental se constató la quiebra de las ideologías clásicas de la modernidad, que habían empezado a ser sustituidas poco a poco por fórmulas de gestión orientadas más hacia la eficacia que hacia la realización de un modelo ideal de Estado. Tal fue el célebre fenómeno bautizado como “fin de las ideologías”, que a partir de los años sesenta empezó a aproximar las praxis políticas de la izquierda y de la derecha europeas[7]. Ahora bien, el “fin de las ideologías” descrito en los años sesenta todavía permanecía vinculado a un determinado universo de valores: por ejemplo, la búsqueda de una idea racional y objetiva del bien común, imperativo fuertemente arraigado en la teoría política occidental y que se consideraba –y con acierto- metafísicamente superior a la simple búsqueda de la eficacia técnica. Por el contrario, la desideologización contemporánea, la que empezó en los pasados años noventa, parece más bien subordinada a simples criterios de eficiencia, de técnica desnuda.

 

Un ejemplo ilustrativo de esta última tendencia es el “Pragmatismo” de Richard Rorty, que excluye todo uso metafísico de la razón y se atiene a una racionalidad tecnológica cuya esencia es el combate con el medio (social, cultural, natural) en contextos concretos[8]. Esta racionalidad tecnológica carece, en principio, de objetivos políticos, lo cual podría conducir a una simple tecnocracia. Pero, ¿cabe proponer como horizonte de la vida colectiva una eficacia técnica ajena a cualquier otro valor? Para llenar esa laguna, Rorty propone que la razón técnica se ponga al servicio de una razón política, pero el único objetivo que atribuye a ésta es algo tan vago como “la difusión de la tolerancia”, es decir, un objetivo menos político que moral.

 

Tocamos aquí uno de los grandes problemas del actual orden del mundo: la necesidad de proponer unas ideas o unos valores que sostengan –o, según los más críticos, que “maquillen”- la dominación del Mercado. Constatemos, en este mismo capítulo, los peligros que entraña la paulatina adopción de la ideología de los derechos humanos como cobertura doctrinal del sistema único, pues tal ideología desarrolla un discurso que lo mismo puede servir para lo mejor como para lo peor: pensemos en predicados como el del “derecho de injerencia humanitaria”, que es posible esgrimir tanto para una campaña de vacunación en Etiopía como para un bombardeo sobre… la propia Etiopía. Y es que el criterio de la eficiencia o de la utilidad tiene esa rara virtud: allá donde se impone como eje de los comportamientos, desaloja a cualquier otro criterio que pretenda hacerle sombra, ya sea desterrándolo al desierto de las utopías idealistas, ya manipulándolo como disfraz de la propia técnica.

 

En la práctica, la reductio ad unum del mapa político mundial significa la imposición de un único modelo de sociedad posible: la democracia liberal capitalista, en cuya realización universal creyó ver Fukuyama el “fin de la Historia”[9]. Estamos asistiendo a la peligrosísima convergencia de tres vectores: uno, la convicción de que hay un único modelo de sociedad posible; dos, la desideologización de la política; tres, la subordinación de lo político a lo técnico. Estas tres líneas de fuerza marchan al compás de uno de los rasgos esenciales del mundo contemporáneo: la globalización, es decir, un nuevo escenario donde las innovaciones técnicas y la supresión general de barreras al mercado imponen una única forma posible de gobernar la realidad.

 

La globalización, que en principio no es más que un efecto del desarrollo técnico, actúa sin embargo como motor de la nueva imagen del mundo, y lo hace atacando en dos frentes: por una parte, se presenta como un proceso inevitable, algo así como un fenómeno meteorológico, ante el que es preciso reaccionar no combatiéndolo –¿quién podría combatir una galerna?-, sino adaptándose a él; por otra, desde el discurso dominante se nos muestra como un acontecimiento bonancible y deseable, pues estimula la libertad de los capitales, de modo que no sólo hay que adaptarse a la galerna, sino que además hay que soplar para acelerar sus efectos. Y el sistema único, desde luego, sopla: a partir de 1991, el Banco Mundial propone una interpretación exclusivamente económica del desarrollo y lo condiciona a la competitividad general en torno a un Mercado sin barreras... políticas, por supuesto.

 

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El mundo contemporáneo está asistiendo a un movimiento general en varios frentes. Los avances técnicos facilitan la expansión universal de un mismo lenguaje de objetos. En lo económico, el Mercado satisface sus eternas expectativas de expansión planetaria en un mundo sin barreras políticas. En lo político, la razón política se subordina a la razón técnica. En lo ideológico, la ideología de los derechos humanos y la moral de la utilidad proporcionan una plataforma mínima para la adopción de criterios universales, incluido el “derecho de injerencia”. En lo cultural, la cultura mundial de masas homogeneiza las formas específicas de los pueblos. Todos estos movimientos apuntan en una misma dirección: la configuración de un sistema único. Y en este contexto de homogeneización, desideologización, pragmatismo tecnoeconómico y globalización surge el denominado “pensamiento único” como doctrina propia del nuevo Espíritu del Tiempo.

 

Todo esto lo estábamos viendo venir. En realidad, era precisamente a esto a lo que todas las derechas se han opuesto ferozmente desde 1789. Esto representa el triunfo definitivo de la visión moderna del mundo. ¿Qué era la nuez de la modernidad? Un movimiento general de dominación de lo económico sobre todos los demás aspectos del orden humano. Desde este punto de vista, la modernidad, antes que un movimiento de emancipación, habría sido un movimiento de dominación tecnoeconómica; los ideales ilustrados de libertad sólo habrían sido una coartada para esa dominación. Hoy la máscara de la libertad cae y lo que nos encontramos es precisamente el rostro del genio económico. El pensamiento político se rinde a sus pies. El Nuevo Centro sólo sería un avatar de esa sumisión imperativa: la política apropiada para el estado terminal de la modernidad.

 

Heidegger fue el primero en proponer la idea de “pensamiento único” como síntesis del espíritu de la modernidad técnica: en ¿Qué significa pensar?, el filósofo habla del “pensamiento de vía única” como “uno de los aspectos de la dominación de la técnica”, que “aspira a la unicidad absoluta de la significación”. El “pensamiento de vía única”, para Heidegger, es la trama misma de la civilización técnica moderna, que excluye toda búsqueda del propio origen –que excluye, por tanto, la autenticidad y la diversidad[10].

 

Más que una simple cobertura ideológica del neoliberalismo, que es lo que ve una izquierda demasiado pendiente de sí misma, la verdadera esencia del pensamiento único sería esta otra: la reducción de la razón a mera racionalidad calculadora, mercantil, que es el espíritu que corresponde a la civilización de la técnica, que a su vez es la manifestación culminante de la modernidad. Lo que hace que ese pensamiento sea único es, precisamente, el hecho de que también los socialistas hayan entrado por el aro; los socialistas, y los conservadores. Y tal convergencia ha sido posible porque, en el fondo, lo que el pensamiento único propone es una interpretación técnico-científica de los problemas de la humanidad; la única interpretación que puede dar sentido a una humanidad cada vez más puramente técnica.

 

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Sin embargo, el neocentrismo suscita numerosos interrogantes. Ciertamente es hijo de nuestro momento histórico, pero, ¿es realmente la actitud adecuada para gobernar este momento? El neocentrismo pretende conservar la legitimidad democrática en un mundo cuya esencia es más bien plutocrática (o, si se prefiere, “mercadocrática”), pero, ¿garantiza realmente la participación política de los ciudadanos? El centro pretende ser un realismo político, pero, ¿hasta qué punto analiza adecuadamente los datos de la realidad, y con qué consecuencias? Por último, se ha presentado como un impulso nuevo, una puesta al día en el muy fatigado panorama de la democracias europeas, pero, ¿existe realmente tal novedad, se concreta en cambios de hecho? La respuesta a estas preguntas nos dice dónde están las limitaciones del neocentrismo. Y esas limitaciones son muchas.

 

Es verdad que el nuevo centro quiere ser una adaptación al actual momento histórico del mundo. En cierto modo, y como sagazmente ha visto Dalmacio Negro, el alineamiento general en torno al centro pretende jugar para Occidente el papel que la perestroika jugó para el Este: ponerse al día tras el final de la Guerra Fría. Ahora bien, el empeño es claramente insuficiente: “Las clases dirigentes –escribe Dalmacio Negro- siguen siendo las mismas, sin haber cambiado de color; sólo se juvenilizan, síntoma inquietante. El consenso democristiano-socialdemócrata sucede al consenso socialdemócrata-democristiano de la guerra fría; a la democracia cristiana o social, alternativa polémica frente a la democracia sovietizada, le sucede la ‘tercera vía’, versión edulcorada, ‘débil’, en el oeste, de la perestroika concebida para oxigenar un sistema moribundo”[11]. De modo que, en realidad, estamos tratando de hacer frente a una nueva situación con ideas, agentes y mecanismos directamente heredados de la situación anterior. El neocentrismo no es una respuesta a un determinado contexto histórico; es una simple adaptación de las elites políticas y mediáticas a una situación histórica que les viene dada y ante la que se sienten impotentes. No es una respuesta a los problemas de la globalización; es una adaptación a sus exigencias. Lo cual quiere decir que cuanto más crezcan esas exigencias, más habrá de crecer la adaptación. Y por esa vía, la política podría dejar de ser un arte de gobernar la realidad para transformarse en una simple fórmula de supervivencia... de las elites.

 

Más que una respuesta al contexto histórico, el neocentrismo es una adaptación al espíritu dominante, al “espíritu de centro”. Aleix Vidal-Quadras lo ha retratado con agudo sarcasmo: “Una zona ancha, templada, pragmática, sensata, higiénicamente hedonista, prudentemente escéptica, ilustradamente cosmopolita, aceptablemente informada, cautamente receptiva a la innovación, racionalmente individualista e inteligentemente altruista (...) La derecha y la izquierda, los valores intensos y exigentes, los compromisos heroicos sólo son ya curiosos anacronismos de dudoso gusto”[12]. La verdad es que esta descripción del “centro” podría igualmente haberse enunciado bajo el rótulo “El último hombre”, esa imagen nietzscheana del hombre sin pecho, del que ha desaparecido ya toda pasión. Y el “último hombre”, recordémoslo, es el arquetipo humano que corresponde al Fin de la Historia según Fukuyama[13]. Pero la Historia jamás termina. Y acurrucarse cómodamente en cualquiera de sus pliegues es tanto como dormirse en la boca del dragón.

 

La civilización se ha construido sobre las respuestas que durante milenios han dado los hombres, con mayor o menor grado de consciencia, a preguntas muy concretas: ¿Dónde está el camino que lleva a la vida buena y recta? ¿Cuál es el mejor modo de vivir juntos sin que la convivencia resulte insoportable? ¿Cómo integrar en un orden coherente y no contradictorio las dos aspiraciones elementales de los hombres, que son la satisfacción de las necesidades materiales y la satisfacción de las necesidades espirituales? ¿Cómo hacer para que el bien común prevalezca sobre los egoísmos individuales? De un modo u otro, con mayor o menor acierto, con mejores o peores consecuencias, todas las teorías del poder y de la sociedad han tratado de contestar a estas preguntas desde La República de Platón y aun antes, desde las primeras cosmogonías míticas. Y el grado de perfección de una civilización viene dado no por el desarrollo de su utillaje técnico, sino, precisamente, por la mayor o menor complejidad y densidad de las respuestas a todas esas preguntas.

 

Pues bien, la convicción que alienta en el fondo del neocentrismo es que todas las respuestas se reducen a una: la técnica. El nuevo centro carece de una idea del bien común; prescinde de cualquier interrogación sobre los fundamentos de la convivencia; reduce la vida buena al bienestar material. Su realismo es, en realidad, un materialismo –lo cual es tanto como negar una parte de la realidad: la parte irreductible a criterios cuantificables de utilidad técnica. Y en la medida en que ese materialismo excluye proponer normas en el plano del espíritu, se halla a un paso del nihilismo, lo cual no deja de advertirse en la degradación social y cultural del mundo contemporáneo.

 

La convergencia en torno al centro está significando, de hecho, la aceptación general de un esquema de convivencia organizado en torno a dos polos: el Mercado como escenario básico y elemental de la vida pública, y una suerte de individualismo templado con requerimientos tolerantes y solidarios en el ámbito de la cultura social. Lo primero es herencia de la peor derecha, la que ha puesto el egoísmo de las clases privilegiadas por encima de cualquier idea del bien común; lo segundo es herencia de la peor izquierda, la que ha buscado psicofármacos igualitarios para atenuar el dolor de una visión del mundo materialista. Es un programa que puede satisfacer a unas sociedades ricas, cansadas y débiles, pero que representa también el final de cualquier apuesta colectiva en un mundo que, pese a los deseos del “último hombre” occidental, no ha dejado de girar.

 

Frente a esta convergencia de la peor derecha con la peor izquierda, es deseable que surjan convergencias paralelas de otra derecha y otra izquierda. Tales convergencias alternativas, para ser propiamente tales, habrán de arrancar necesariamente de una crítica global a la civilización tecnoeconómica, pues ésta es la atmósfera donde nace y crece el Nuevo Centro. Frente a la convergencia del centro, es necesario que nazcan convergencias en la periferia. Se trata de imaginar y proponer modelos de convivencia capaces de sujetar a la técnica y a la economía, devolverlas al lugar subordinado que en rigor les corresponde. “Que también en la vida de la persona singular la técnica quede confinada a su propio terreno”, como quería Jünger; algo que “sólo será posible si los seres humanos se fortalecen metafísicamente en igual proporción en que vaya creciendo la técnica”[14]. Se trata de seguir explorando ideas aceptables y racionalmente defendibles del bien común y de la vida buena, un bien y una vida que no pueden limitarse a formulaciones cuantificables en términos de bienestar material.

 

El mundo del Mercado Global ha privado de sentido a las viejas divisiones entre izquierda y derecha. Las elites han levantado acta del hecho y han alumbrado el Nuevo Centro como espacio idóneo del poder. Es urgente que quienes aspiran a dar otra forma al mundo levanten acta de que los criterios de “derecha” e “izquierda” son inútiles no sólo para el poder, sino también para la oposición. La gran aventura intelectual y política  de los próximos decenios puede ser el alumbramiento de nuevas síntesis en la periferia.

 



[1] Cit. por J.M. García Escudero: Vista a la derecha, Rialp, Madrid, 1988, p.215.

[2] La guerra civil europea, 1917-1945, FCE, México, 1994.

[3] Fraga expuso su tesis inicial en diversas conferencias: el 10 de marzo, el 8 y el 26 de mayo de 1972. Y la elabora en el texto “Teoría del centro”, recogido en el volumen Legitimidad y representación, Grijalbo, Barcelona, 1973.

[4] Una curiosidad: los socialdemócratas optaron por Mitte, que quiere decir literalmente “Medio”, porque el término Zentrum (”centro”) ya fue ocupado, y con escasa fortuna histórica, por los católicos de los años treinta, a los que ya nos hemos referido.

[5] Entrevista en El Mundo, 29-XI-98.

[6] Cf., por ejemplo, Manuel Fraga: España, entre dos modelos de sociedad, Planeta, Barcelona, 1982.

[7] La obra clásica de referencia a este respecto es Fernández de la Mora, Gonzalo: El crepúsculo de las ideologías, Rialp, Madrid, 1965. Contra lo que sostiene una fuente interesada, la tesis de Fernández de la Mora, cuyas primeras formulaciones se publican en 1963, no está inspirada en el ensayo de Daniel Bell The End of Ideology (1961), sino en las modificaciones introducidas en el programa de los socialdemócratas alemanes tras el congreso de Bad-Godesberg (1959). Su enfoque tampoco es el mismo, de modo que hay que descartar una influencia recíproca. Pero sí es significativo el hecho de que dos neoconservadores, en latitudes geográficas e ideológicas muy distintas, hayan explorado casi simultáneamente terrenos muy parecidos.

[8] Pragmatismo y política, Paidós, Barcelona, 1998.

[9] El fin de la Historia y el último hombre, Planeta, Barcelona, 1992.

[10] Hay una edición en español: ¿Qué significa pensar?, Nova, Buenos Aires, 1958.

[11] La Razón, 15-12-98, cit.

[12] “El invento”, en La Razón, 27-11-98.

[13] Cf. nuestro texto “El ‘Último hombre’: la oveja negra de un mundo feliz”, en Hespérides, 1, mayo 1993, pp. 29 y ss.

[14] La Paz, Tusquets, Barcelona, 1996, p.47.

 

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