Notas dispersas sobre la cuestión económica

05.01.2014 08:15

(Contribución a un debate sobre el origen de la gran crisis, 2007)

 

Primero, cuestión de conceptos: el derecho a la propiedad es una cosa, el capitalismo es otra. La propiedad es una institución social bastantes siglos antes de que hubiera capitalismo, como todos sabemos. Forma parte de las constantes antropológicas de la civilización, como el derecho a la vida. Del mismo modo que ninguna sociedad, a poco que evolucione, autoriza el asesinato impune de sus miembros –por un elemental instinto de autoconservación-, así tampoco ninguna sociedad consiente que a la gente se le prive de lo que es suyo si no es por una buena razón, generalmente de tipo legal, y de orden superior a la propiedad misma. Así que no confundamos las cosas: la propiedad es una institución, el capitalismo es una práctica.

 

Otrosí, la propiedad reviste distintas características en cada época. Hasta hace apenas doscientos años era imposible imaginar una propiedad que no fuera inmueble. Hoy, por el contrario, los títulos de propiedad tienden a reflejar bienes de naturaleza mueble y, con frecuencia, abstracta. La invención del papel moneda –no en vano Goethe le dedicó un capítulo en la segunda parte del Fausto- es un acontecimiento crucial porque hace aparecer, junto a la propiedad inmueble, un nuevo tipo de propiedad mucho menos controlable. Hoy eso ha llegado hasta la generalización de propiedades muebles sin siquiera reflejo en papel moneda, como ocurre con los bonos.

 

Hay un error en pensar que la economía gremial conduce a la economía de capital. De hecho, es al revés: la economía de capital arruina la economía gremial. El capitalismo surge cuando, al lado de la economía de obra, de producto tangible, aparece una economía de valor, intangible (remito a Sombart y su fundamental “El Burgués”). Por eso, por cierto, es equívoco identificar limitación del capitalismo con limitación de la producción. El capitalismo no se basa en la producción, sino en la circulación del valor. El oro –me parece que era Marx quien lo decía- circulaba porque tenía valor en sí; por el contrario, el dinero tiene valor porque circula, y en cada nuevo movimiento de cambio adquiere un valor suplementario. El capitalismo es un sistema de organización económica que se basa no en la propiedad ni en la producción, sino en la existencia de un valor convencional que respalda las transacciones. El valor convencional respalda la producción y expresa cuantitativamente la propiedad. Ese valor fue, hasta hace poco, tangible (el oro) y hoy intangible (el valor convencional en sí mismo, el título, el papel). A partir de ese valor se construye todo lo demás.

 

Sobre el nacimiento del capitalismo, podemos lamentarlo o alabarlo, pero es obvio que sería como lamentar o alabar el anticiclón de las Azores: es una realidad de hecho que define la médula del mundo moderno. Al capitalismo se debe el origen de un proceso que ha terminado conduciendo a enfermedades como la civilización materialista o el deterioro ecológico, pero a él debemos también, como recordaba Julián Freund, que el pueblo haya gozado de unas condiciones materiales de vida –seguridad, salubridad, etc.- nunca antes imaginables. Por otro lado, puede pensarse que ya es imposible cualquier economía que no sea capitalista, en el sentido de que nadie podría ya desarrollar una economía que no pase por el predominio del capital como respaldo efectivo de la producción y como expresión convencional de la propiedad. El lucro y el beneficio son los motores naturales de ese proceso; forman parte de las características no del trabajo económico en sí mismo, sino de la naturaleza humana en general. Pueden limitarse para atenuar efectos indeseables, pero no extirparlos, porque también son anteriores al sistema económico (bien lo sabía el rey Midas). En cuanto a éste (me refiero al sistema, no a Midas), su expresión como capitalismo me parece inevitable, sobre todo porque no ha habido otro sistema con resultados más unánimemente aceptados.

 

Ahora bien, es muy importante subrayar que hay muchos tipos de capitalismo. Hace sólo quince años era común distinguir entre los modelos “renano” y “japonés”, por ejemplo; ambos incidían mucho en la participación de los trabajadores en la gestión y en la producción, y combinaban una importante dimensión social con una no menos importante dimensión arancelaria, especialmente respecto a las importaciones. Por otro lado, la tónica de las grandes potencias capitalistas, hasta los años noventa, fue la de combinar un mercado irrestricto en el exterior con un mercado limitado hacia el interior; los Estados Unidos siguen conservando, aún hoy, serias restricciones a la importación de calzado o crudo, por ejemplo. En muchos países europeos, durante el siglo XX, esto tomó la forma de “capitalismo de Estado”: es el caso de la política económica de Hjalmar Schacht en Alemania, de los tecnócratas de Franco en España o de la Francia de De Gaulle. La clave del sistema reside en que el Estado se atribuye la potestad de limitar la circulación del capital hacia afuera como método de rentabilizar la producción desde dentro. Los resultados fueron excelentes en todos los casos, aunque cabe preguntarse si no se trata de sistemas necesariamente marcados por una fecha de caducidad: en la misma esencia del capitalismo parece estar la tendencia a saltar las fronteras nacionales en un momento u otro, y más temprano que tarde, para emanciparse de cualquier control político.

 

Lo que estamos viviendo hoy –la globalización- es una fase nueva del capitalismo, no el único capitalismo posible. Empieza hacia los años ochenta, cuando el mercado mundial sufre una dura restricción (con los consiguientes problemas de deuda para los países pobres), y puede definirse como una huida hacia adelante en el sentido de que todo el truco, al final, consiste en eliminar cualquier tipo de barrera nacional para la circulación de los capitales, ya definidos como valores convencionales sin respaldo tangible. La producción se somete por entero a la circulación del capital y ésta, a su vez, se emancipa de cualquier tentación de “capitalismo de Estado”, por su naturaleza esencialmente transnacional. Este salto respondía a una necesidad objetiva, a saber: que los niveles de producción alcanzados por los países ricos hacían necesario superar el nivel nacional; pero junto a esa necesidad objetiva ha aparecido una realidad innecesaria, a saber, la emancipación completa del capital. Lo que hace que el sistema económico nos parezca hoy enloquecido es esa emancipación de cualesquiera herramientas de control tradicional: ni los trabajadores, ni las autoridades, ni las naciones pueden controlar su movimiento. Pero esta sensación no es imputable ni al derecho a la propiedad, ni al capitalismo genéricamente entendido, sino a la fase actual del capitalismo.

 

Desde un punto de vista ideológico, podemos argumentar que esta situación es objetivamente nociva porque: a) Hace que el sistema económico repose sobre sí mismo, completamente al margen de las personas que lo mueven y lo sufren (la imagen del reloj en la ‘Metrópolis’ de Fritz Lang: un obrero cuya única función es sujetar las agujas del reloj que organiza la producción); b) Priva a las comunidades de cualquier control sobre la economía, de modo que terminaremos trabajando para un mercado que trabaja contra nosotros (ya ha empezado a ocurrir con el asunto de las deslocalizaciones); c) Representa una subversión objetiva del orden natural, porque lo lógico es pensar la economía como actividad de un hombre inserto en un marco político y cultural, a su vez inserto en un orden natural-ecológico, pero el mundo de la globalización nos presenta la economía como marco superior en el que se insertan todos los demás. Por estas razones, está justificado criticar el capitalismo de la globalización y proponer otras formas económicas. Los neoliberales, que son los abanderados ideológicos del nuevo (des)orden económico, arguyen que no hay otra alternativa, porque el Mercado es una realidad espontánea. Nosotros podemos oponer que el mercado, en efecto, es una realidad espontánea, pero, del mismo modo que nuestras casas tienen tejado para protegernos de esa realidad espontánea que es la lluvia, así nuestros sistemas económicos pueden perfectamente orientar el mercado para que no actúe contra los hombres.

 

Sobre las alternativas que fuera posible proponer, una de las más interesantes que yo veo, fundamentada en el análisis de la escuela económica francesa (Perroux, Partant), es la de la economía autocentrada de grandes espacios. Imaginemos, por ejemplo, que el modelo del capitalismo de Estado de los años 60 se aplica sobre grandes áreas como la Unión Europea, Mercosur o el África subsahariana. Eso permitiría dotar a la producción de mayores áreas de expansión mientras, al mismo tiempo, la circulación del capital queda sometida nuevamente a criterios políticos y de interés social. Surge el problema de qué pasará cuando la producción crezca incluso por encima de esas barreras. Aquí es donde entrarían los factores de limitación de la producción para un mercado concebido en términos autocentrados, factores que son de tipo político, por supuesto. Para compensar los desajustes, se recurriría al control de los tipos de interés en el sentido estudiado por Allais y Beveraggi. Evidentemente, también sería imprescindible una cierta pedagogía social que corrija el burdo materialismo imperante.

 

Toda intervención sobre la economía tiende a verse como una alevosa afrenta socialista. Pero, por un lado, el socialismo hace tiempo que no cuestiona el capitalismo, y menos aún este capitalismo globalizado de hoy. Por otro, el socialismo pata negra se basa en la refutación de la propiedad y del capital, factores ambos que nuestro sistema, por el contrario, respetaría. Hay dos monstruos, como vio Hobbes. Uno es Leviatán, que hoy identificamos con el Estado que todo lo absorbe y sojuzga. Pero él hablaba también del monstruo Behemoth (otra figura bíblica), que representa al mundo salvaje sin leyes ni reglas, y que nosotros, hoy, podemos identificar con el Mercado. El héroe –pongámonos evolianos, o jüngerianos si lo preferís- no puede optar entre un monstruo u otro, sino que tendrá que enfrentarse a los dos. Ni Leviatán ni Behemoth, pues.  

 

En cuanto a la cuestión de la propiedad, y como nota al margen, sería muy interesante rescatar las exploraciones cristianas de Chesterton sobre el distributismo (básicamente, que la propiedad de los medios de producción debe repartirse lo más posible entre los ciudadanos) y de los personalistas. Sobre este último, adjunto una dirección donde hay una breve síntesis: https://zenit.org/spanish/visualizza.phtml?sid=98066.

 

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