Los ocho pecados capitales del arte contemporáneo

03.01.2014 20:45

(Este texto, publicado inicialmente en 2005, fue la base de mi volumen "Los ocho pecados capitales del arte contemporáneo", editado por Almuzara)

El arte contemporáneo posee una serie de rasgos específicos que lo hacen único en la historia de las culturas. Esos rasgos proceden de la evolución de la civilización occidental moderna y pueden sintetizarse en ocho proposiciones: búsqueda obsesiva de la novedad, desaparición de significados inteligibles, transversalidad de los soportes, tendencia a lo efímero, vocación nihilista, sintonía con un poder concebido como subversión, naufragio de la subjetividad del artista, obliteración absoluta de la pregunta por la belleza… Cuando el arte deriva hacia la impostura (cosa que hoy ocurre con frecuencia), esos ocho rasgos se convierten en otros tantos pecados: los ocho pecados capitales del arte contemporáneo. La absolución pasaría por la voluntad de superarlos. Sería también la forma de ir más allá del arte contemporáneo.

 

 

En la Navidad de 2004, el alcalde de una gran ciudad europea tuvo una idea singular: enfocar la añeja celebración tradicional desde la óptica del arte de vanguardia. Para ello contrató los servicios de una artista reconocida en el circuito europeo. La cual artista dio en componer un gran despliegue de iluminación urbana consistente en sucesivas bandas horizontales de bombillas, a lo largo de varios cientos de metros, en una importante arteria de la capital. La originalidad de la creadora radicaba en que los objetos iluminados no serían campanas, hojas de acebo, estrellas o cualesquiera otros tópicos motivos navideños, sino palabras escogidas al azar. Palabras tan heterogéneas y caprichosas que, al lado de términos como “paz”, “cura” o “fama”, aparecían vocablos como “estupro”, “saña” y “escoria”. Lo más notable es que la artista, para dotar de una justificación teórica a su instalación, declaró con total seriedad que el amplio léxico de su luminosa idea, definida como “poema de luz”, reflejaba “palabras relacionadas con mi idea de la Navidad”. Y así los sufridos vecinos de esa gran ciudad europea, en sus paseos por aquella gran arteria, vieron cómo sus munícipes les felicitaban la Navidad con mensajes compuestos como “leña estupro paz” o “salsa escoria saña”.

 

Este relato no es un cuento de ficción ni una leyenda urbana. La gran ciudad era Madrid. La artista, la “instaladora” Eva Lootz. Ciertamente, el episodio no deja de ser anecdótico: un brevísimo apunte en la larga historia de los excesos del arte contemporáneo, donde la desorientación estética se abraza frecuentemente con la impostura. Pero la anécdota puede ser muy ilustrativa si, más allá de su contexto, elevamos algunos de sus rasgos a la condición de categoría. Porque en este episodio aparecen casi todos los elementos que hacen al arte contemporáneo tantas veces intolerable.

 

Acto de contrición: lo específico del arte contemporáneo

 

En efecto, ¿qué es eso de una selva inextricable de palabras sin conexión alguna entre sí? ¿Esto es arte? La jungla léxica de esta instalación sólo produce en el espectador una impresión de sorpresa, de estupefacción, de desconcierto. Pero aquí estamos ante un primer rasgo típico del arte contemporáneo: la provocación formal deliberada, que expresamente busca, vanguardia tras vanguardia, asombrar al observador. Paralelamente, vemos que la provocación cabalga sobre el caos formal: se trata de palabras sin sentido que se diría escogidas al azar; ahora bien, la anulación del significado visible es otro rasgo característico –el segundo rasgo- del arte contemporáneo. Naturalmente, esta consideración conduce a otra consecutiva: ¿Puede ser arte una instalación eléctrica? Sin duda podrá responderse que sí, si el resultado es estéticamente bello, y ello con independencia de la materia sobre la que esté construida la obra. Y es que un tercer rasgo esencial del arte contemporáneo es la transversalidad de los soportes: todo sirve para todo. Ahora bien, ¿qué ocurre con tan creativa instalación eléctrica cuando terminan las fiestas? Forzosamente tendrá que desaparecer, apilada en algún almacén o, simplemente, reciclada en humildes luminarias para futuras verbenas populares. Este es un cuarto rasgo del arte contemporáneo: la tendencia a lo efímero no tanto de los soportes –eso sería lo de menos- como de la propia creación. Más allá de esto, ¿por qué elegir palabras como “estupro”, “saña”, “escoria”? Puede entenderse el afán vanguardista de provocar en lo formal, pero ¿qué sentido estético posee el recurso a vocablos unánimemente percibidos de manera negativa? He aquí otro rasgo –el quinto- del arte vigente: a la provocación formal se añade la provocación moral, en una especie de nihilismo blando que, por otra parte, el poder y el dinero se apresuran a sostener con reverencia. Y aquí nos aparece, por cierto, un sexto rasgo para añadir a nuestra lista: en materia estética (también en otros terrenos) la sociedad contemporánea ha hecho que la subversión forme parte del orden, de tal modo que la voz provocadora del artista ya no es más que una manera como cualquier otra de ganarse la vida. Y en todo este paisaje, ¿en qué lugar queda exactamente la visión del artista? Más precisamente: ¿En qué medida esa visión subjetiva, individual, puede integrarse en el circuito social de valores? Este de la subjetividad náufraga sería otro rasgo –el séptimo- propio del arte contemporáneo: ¿Hasta qué punto la subjetividad del artista (“mi idea de la Navidad”, por ejemplo) es capaz de imponerse o, simplemente, de proponerse como criterio de valor estético? Y sobre todo: a fin de cuentas, ¿puede decirse que la instalación eléctrica es bella? Bien podría responderse que, a estas alturas, eso es ya lo de menos. Pero ahí, en este octavo rasgo, es justamente donde radica el problema principal.

 

Todos estos rasgos vienen a circunscribir el problema teórico del arte contemporáneo. Problema teórico que tiene un reflejo muy práctico: el que se le plantea al común de los mortales cuando se ve confrontado a un lenguaje creativo que se siente incapaz de entender. Conviene hablar claro desde el principio, porque los excesos del arte contemporáneo se han amparado con frecuencia en la presunción de elitismo cultural: así, los promotores artísticos de hoy reconocen que la “gente de la calle” no entiende el arte nuevo, pero suelen argüir que ello se debe a una deficiente formación, mientras que las “clases cultas”, por el contrario, sí comparten las preocupaciones estéticas de los más audaces creadores. Pues bien, nada más falso: la inmensa mayoría de las “clases cultas”, del público universitario e intelectual –el ciudadano que escribe libros, el que da clases en las facultades, el que compra revistas de pensamiento o de ciencia, el que asiste a conferencias o frecuenta los museos-, ese público está tan perdido, si no más, que cualquiera de sus conciudadanos cuando tiene que enfrentarse a una instalación del último enfant terrible del negocio galerista o a una autodenominada sinfonía de eso que abusivamente se llama “música contemporánea”. Por eso buena parte de la creación contemporánea se ha convertido en coto cerrado de un público superespecializado, coto sostenido por el pingüe negocio del comercio artístico con la cobertura, no siempre honesta, de los medios de comunicación y de los poderes públicos y privados, en una dinámica autosuficiente donde los criterios comunes de arte, belleza o creatividad ocupan un lugar secundario. Pero hay razones sobradas para gritar, como en el viejo cuento, que el rey está desnudo.

 

Ante la constatación de la desnudez regia caben diversas posiciones. Una es la resignación: esto es lo que hay, y así es el arte de nuestro tiempo. Pero, entonces, ¿por qué nuestro tiempo es incapaz de producir otro tipo de arte? Y, por otro lado, ¿por qué no faltan artistas contemporáneos que ponen el grito en el cielo? Porque esta es otra parte nada desdeñable del problema: las leyes del “arte contemporáneo” dejan profundamente insatisfechos a numerosos artistas de nuestro tiempo. Más allá de esto, ¿cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Por qué no somos capaces de alumbrar un arte simplemente inteligible? Otra posición, antitética de la primera, es la denuncia airada: el arte moderno sería, globalmente considerado, una impostura. Pero, entonces, ¿por qué los artistas dan en crear esas cosas? Porque no se puede creer que los artistas, colectivamente, sean unos estafadores. Aquí hay un problema: ¿Qué es lo que lleva al artista a emplear un lenguaje inextricable para la mayor parte de la gente? ¿En qué están pensando los artistas? ¿Y por qué expresan sus pensamientos en un lenguaje que tantas veces resulta incomprensible y hasta ridículo?

 

Todos sabemos que cualquier generalización peca de injusta. No faltarán voces para señalar que “no todo el arte contemporáneo es así”. Cierto. Pero nuestro propósito aquí no puede ser formular una evaluación de todas y cada una de las obras contemporáneas o, más modestamente, de los sucesivos ismos que han marcado su trayectoria. La cuestión que queremos plantear es algo más general y concierne al arte en su conjunto, es decir, al arte como actividad que traduce la temperatura de una determinada cultura. Y en ese contexto, la pregunta es la siguiente: ¿Por qué el arte de nuestros días es el único que ha otorgado carta de naturaleza artística a obras que tienen poco o nada que ver con los conceptos clásicos, históricos, de arte y de belleza?

 

La respuesta puede arrancar de una primera constatación: nunca antes había existido semejante divorcio entre el arte contemporáneo académicamente reconocido como tal y la intuición estética de la mayoría del público, y especialmente del público culto. Por supuesto, siempre podrá objetarse que en las manifestaciones de arte contemporáneo no faltan las masas. Cierto: últimamente las masas no faltan en ningún lado. Pero ¿ha intentado alguien obtener de esas masas una explicación en términos estéticos o, simplemente, racionales, de lo que está viendo? No hay tal: hay explicaciones sociológicas (las gentes acuden convocadas por el acontecimiento mediático), psicológicas (la multitud actúa según un innato gregarismo) o económicas (las muchedumbres van allí atraídas por el intenso mercado que circula en torno a estas manifestaciones), pero a nadie se le oirá decir que acude a una feria de arte contemporáneo –por ejemplo, a ARCO- porque lo que allí ve es muy bello. Otrosí, fuera de determinados círculos de entendidos, pocos de los visitantes colgarán en sus casas obras de este carácter, ni siquiera en lámina. Cierto que el objetivo de este arte no es decorar una salita doméstica. Pero precisamente: el objetivo de este arte está fuera de lo que tradicionalmente ha sido el concepto de arte. Volvemos a la cuestión central: el divorcio entre la creación contemporánea y la sensibilidad común. Una ópera de Verdi o de Wagner, tan innovadoras en su tiempo, eran recibidas por la sociedad como un acontecimiento y suscitaban tanta polémica como admiración; hoy, cualquier pieza de los músicos “contemporáneos” pasa desapercibida y no despierta en el público culto más que rechazo, fuera del reducidísimo sector de quienes viven precisamente de esa música.

 

Mientras tanto, donde uno encuentra la adhesión popular es en las manifestaciones más clásicas y rancias de las artes. Las convocatorias que realmente entusiasman a las multitudes en torno a las artes plásticas son las grandes exposiciones de clásicos. Por la misma razón, en literatura se ha retornado al canon decimonónico de la novela, dejando atrás los experimentos de los años sesenta y setenta. Igualmente, la música que hoy emociona a los aficionados no es la que se estrena en conciertos desiertos, sino la que se compone para el cine. Y en lo que concierne a los grandes públicos, la adhesión se manifiesta en torno a las formas más expresas y planas de la reproductibilidad técnica: el póster, el best-seller, el pop… Formas de arte elementales y primarias, pero más reconocibles que lo que el “mundo del arte” suele definir como tal. Porque el “mundo del arte”, en sus voces más autorizadas, denomina “arte” a algo que, sencillamente, no lo es; más aún, algo que nació con la voluntad expresa de romper el concepto convencional de arte.

 

¿Qué es lo que ha llevado al mundo del arte a considerar como arte algo que es, deliberadamente, no arte? O dicho de otro modo: ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? La instalación luminotécnica de Eva Lootz, sin proponérselo, nos va a servir de guía para contestar a esas preguntas. Y las etapas del camino serán esos mismos ocho rasgos que hemos identificado en la absurda Navidad madrileña: culto de la novedad, ininteligibilidad, laxitud del soporte, naturaleza efímera, nihilismo, domesticación por el poder, naufragio de la subjetividad del artista, desaparición del concepto de lo bello.

 

Primer pecado: La enfermedad de lo nuevo

 

El arte contemporáneo se caracteriza por un primer rasgo especial que sólo en él se ha hallado, que nunca ningún otro arte ha poseído y que, en consecuencia, tiene valor definitorio: el imperativo de novedad, cuya plasmación más obvia es la rápida sucesión de vanguardias, todas y cada una de las cuales se señalan por proponer formas nuevas de expresión.

 

Hay que apresurarse a subrayar que este imperativo de novedad no es solamente un afán de innovación. El deseo de innovar es consustancial al camino de las artes, particularmente desde que el artista incorporó su individualidad a la obra: toda creación –en general, a partir del renacimiento- es expresión del talento individual, de manera que cada sucesiva etapa en las artes lleva impreso el nuevo sello que los artistas han ido acuñando. Esto es inherente a la propia continuidad de la tradición: se crea a partir de la herencia recibida, y la creación nueva pasa a su vez a convertirse en tradición heredada. Por lo mismo, cada sucesiva generación de creadores busca aportar su propio sello. Así el acervo de las artes se enriquece y la tradición estética se convierte en algo permanentemente vivo y dinámico.

 

El arte de nuestro tiempo, sin embargo, enfoca las cosas desde otro punto de vista. Ante todo, porque otorga a la novedad de la obra un valor en sí: la obra vale no sólo por su calidad intrínseca, sino también, y a veces sobre todo, por la medida en que pueda ser definida como novedad. Esto supone una inflexión decisiva y una ruptura completa con la noción heredada de arte. Los artistas del renacimiento, aun siendo conscientes de que estaban haciendo algo nuevo, no valoraban la novedad por sí misma, sino sólo en la medida en que reanudaba la tradición antigua. Es lo que escribe el portugués Francisco de Holanda cuando en De la pintura antigua (1548), marca la diferencia entre lo antiguo, que es lo grecorromano, y lo viejo, que sería el arte medieval. Lo que da prestigio a la obra renacentista es su voluntad de recuperar el sentido clásico (antiguo) de la perfección formal, de la racionalidad figurativa; eso, en su momento, es nuevo, pero no busca en lo nuevo su legitimidad. Por el contrario, el artista contemporáneo busca desesperadamente lo nuevo, hasta el extremo de que esa búsqueda se convierte en su objetivo principal. Esto lo intuyó muy bien Baudelaire en El pintor de la vida moderna: el arte tiene una mitad eterna, inmutable, augusta, y otra mitad efímera, mudable, agitada, y el pintor moderno –aquí está lo decisivo- debe bañarse en esta segunda mitad para palpar el espíritu de su tiempo. Entre Francisco de Holanda y Baudelaire hay trescientos años de distancia y una diferencia fundamental: para el primero, lo nuevo es una reivindicación de la línea clara, la forma precisa, la arquitectura racional, es decir, lo clásico; para el segundo, por el contrario, lo nuevo es la búsqueda incesante, desesperada, de algo a lo que poder llamar “novedad”, y esa búsqueda pasa por la “pérdida de la aureola”, es decir, el acto de despojar a las cosas de cualquier adherencia sagrada, eterna, tradicional –digamos, en fin, clásica-, adherencias que no serían sino impedimentos para bañarse heroicamente en las tempestuosas aguas del mundo moderno.

 

Baudelaire nunca llegó a definir muy bien qué era exactamente “lo moderno”, pero, en cualquier caso, su definición de un estado de ánimo fue extraordinariamente certera. La aparición sucesiva de vanguardias artísticas desde finales del siglo XIX será la materialización más clara de esa búsqueda desesperada de lo nuevo. Novedad tras novedad, el arte contemporáneo termina entregado a la simple experimentación. Y es una experimentación permanentemente refutada, porque inmediatamente ha de venir otro a marcar su diferencia, su novedad. Así se genera una aceleración sin precedentes en la sucesión de estilos, de novedades, de provocaciones. Entre Giotto y Zuloaga, separados por seiscientos años, hay menos diferencias que entre el mismo Zuloaga y Tapiés, separados por apenas medio siglo. Cámbiense los nombres de la fórmula por Palestrina y Mahler, y Mahler y Cage, y el resultado será el mismo. Eso es lo específico del arte contemporáneo: no la búsqueda de nuevos caminos para la expresión, sino la expresión de la búsqueda de una novedad imposible.

 

La tragedia moderna del “último grito” ha sido esta: que nunca ha sido el último, porque siempre venía otro después que reivindicaba para sí el mismo título. Hoy su tragedia es peor: ya no hay ningún “último grito” que no suene a viejo –tan viejo como el grito de quien sabe que, efectivamente, va a ser el último de verdad. En esa búsqueda infinita de lo nuevo se ha terminado llegando a un punto en el que el observador convencional contempla la obra y, sencillamente, no la entiende. No se trata de que no le guste, ni de que no sea capaz de aprehender todos sus matices; estas son cosas que suelen depender de la formación personal y de la propia sensibilidad. No, aquí nos referimos a algo mucho más elemental: a que el observador sea capaz de reconocer el lenguaje de la obra de arte, requisito imprescindible para que ésta pueda transmitir alguna emoción. Los comentaristas de arte contemporáneo suelen desdeñar esta ininteligibilidad; consideran que exhibirla es un argumento de mal tono. Sin embargo, la incapacidad de la gran mayoría del público para entender una obra de arte no es en absoluto cosa menor. De hecho, es la primera vez que tal cosa ocurre en la historia universal de las artes, desde el principio de los tiempos.

 

Segundo pecado: La desaparición del referente visible.

 

El lenguaje común identifica el concepto de arte contemporáneo con el de abstracción. Y no en vano, pues la abstracción, entendida como sustitución de la realidad física por una realidad conceptual, es el exponente más claro del camino de las artes desde finales del siglo XIX. Todo el recorrido de las sucesivas escuelas artísticas, desde entonces hasta hoy, puede explicarse como una progresiva pérdida de realidad inteligible, tanto en las artes plásticas como en las musicales, e incluso en la literatura.

 

El trayecto de las artes plásticas es seguramente el más elocuente, en la medida en que nos permite rastrear físicamente los pasos del proceso. Y si seguimos ese trayecto, veremos que su movimiento principal es una sostenida destrucción de todo referente visible. Es importante notar que este proceso no es autónomo ni caprichoso, como si el mundo del arte hubiera decidido, por su cuenta, correr alocadamente hacia el absurdo. Al contrario, la extinción de la realidad inteligible parece consecuencia directa de una atmósfera cultural generalizada en occidente desde mediados del siglo XIX y, especialmente, desde principios del siglo XX. Marshall Berman recuperó una frase de Marx en El Manifiesto comunista para definir ese estado de espíritu: “Todo lo sólido se desvanece en el aire”. Es una excelente definición de lo que empieza a pasar en el alma de la civilización moderna al compás de sus grandes cambios. Tanto en la pintura como en la música, ese estado de “desvanecimiento” cabalgará sobre el imperativo de superar la mímesis, la imitación de la naturaleza, para buscar realidades más profundas. Después, las nuevas nociones sobre el espacio y el tiempo propiciarán el protagonismo de la relatividad del conocimiento, de una visión plural y sin punto de vista único, y de aquí arrancará la revolución cubista. Picasso negará esa influencia, pero, ante la obviedad, no hay por qué dar la razón a Picasso.

 

El impresionismo es el primero que intenta romper consciente –y obstinadamente- con el patrón formal heredado desde el renacimiento. Después, el cubismo obtiene el primer gran logro en la ruptura: se desprende expresamente de las referencias miméticas de la realidad exterior y privilegia la realidad interior; dota de autonomía al objeto artístico y centra todo el problema expresivo en cómo colocar un objeto multidimensional en una superficie plana, lo cual desvincula a las artes de cualquier asociación con la realidad “de carne y hueso”. En la misma senda, el constructivismo ruso, a partir del suprematismo de Malevich y su célebre “cuadro negro sobre fondo banco”, reduce los planos a figuras geométricas elementales; en este caso, además, se añade el componente ideológico de una revolución comunista expresamente entendida, al estilo de Lenin, como “los soviets más la electrificación”, con el consiguiente abrazo a la revolución tecnológica o, mejor dicho, al tótem de la tecnología. Al mismo tiempo se está desarrollando el expresionismo, que privilegia la emotividad subjetiva del artista en su encuentro con el mundo, entendiendo ese encuentro –y esto es capital- como un trance doloroso, amargo, trágico: de ahí esos colores imposibles y esas figuras deformadas que, en el tránsito que lleva de Munch a Kandinsky, terminan desembocando en la abstracción. El expresionismo se resuelve en la “nueva objetividad”, que ofrece una singular mezcla de podredumbre humana (como en Dix) y de fascinación hacia la técnica (como en Grossberg). Lo mismo que los expresionistas sienten como agonía, el futurismo lo sentirá como triunfo y apogeo del mundo técnico: elasticidad, velocidad, dinamismo, caducidad, transitoriedad, así en la pintura como en la arquitectura, campo éste en el que Antonio Sant’Elia proclamará que cada generación debería destruir la ciudad en la que vive para crear una ciudad nueva. Esa voluntad de ruptura halla su expresión más radical en el dadaísmo, nihilismo formal en estado puro que hace tabla rasa de toda la historia del arte en beneficio del balbuceo elemental, supuestamente más puro y originario. Todas estas formulaciones encuentran una suerte de filosofía general en el movimiento surrealista: ruptura con la tradición cultural occidental, supresión de las diferencias entre lo real y lo imaginario, entre lo consciente y lo inconsciente, entre lo racional y lo irracional. Después vendrá la corriente de la “nueva figuración” a reaccionar contra la abstracción, pero el cambio de paradigma ya se ha consumado enteramente: el sujeto del arte es la experiencia del artista en la vida cotidiana –tan cotidiana como en el “pop art”- y la realidad exterior sólo aparece como problemático complemento formal en la obra. Paralelamente se expande el expresionismo abstracto, que concede primacía al acto de pintar, al gesto y a la espontaneidad creadora, como en Pollock, al margen de lo pintado. La obra queda definitivamente obliterada en el arte conceptual, que antepone el valor de la idea del artista (su concepto) a su propia materialización, al objeto artístico que el espectador contempla.

 

Podemos detener aquí el camino, porque la proliferación de “ismos” es tan asombrosa como, al final, rutinaria. Lo importante, ahora, no es tanto describir el trayecto como reconocer la meta. El arte contemporáneo nació con una misión emancipadora: había que liberarse de la realidad objetiva y sus exigencias canónicas sobre la tela o sobre la partitura, y había que aspirar a una realidad nueva, supuestamente más completa, que introdujera en la obra de arte la subjetividad del artista, el alma de la civilización contemporánea, el mundo interior de los hombres cualesquiera, a través de recursos técnicos como la extinción de la perspectiva, la aniquilación de la forma, la independencia del color, etc. Los recursos serán distintos en la música, la arquitectura o la literatura, pero la filosofía de base será la misma. De hecho, es sabido que se explorará con frecuencia la analogía entre los colores puros y las notas puras para trazar puentes entre la pintura y la música, unidos por la común abstracción. El objetivo no era otro que llegar al arte en sí. Al final del camino, sin embargo, lo que se ha obtenido es la evaporación de cualquier sentido reconocible en la mayor parte de la producción artística. La “nueva realidad” a la que hemos accedido (esa “realidad interior”) no es sustancialmente distinta a la que muchos siglos atrás retrataron el Bosco o Brueghel; no hemos descubierto gran cosa, excluida la proliferación de objetos inherente a la civilización tecnológica. Pero, por el camino, los recursos técnicos utilizados, al predicar el exterminio de cualquier vinculación con las herramientas antropológicas de representación física –el volumen, el color, la forma, la perspectiva-, han terminado conduciendo a la imagen de un mundo sencillamente incomprensible. Con Magritte aún era posible entender lo inteligible. Hoy sólo resta la extrema ininteligibilidad.

 

Tercer pecado: El soporte insoportable

 

Un aspecto de la búsqueda de la novedad es la experimentación con nuevos soportes. Y aunque no es un rasgo específico del arte contemporáneo, sí puede decirse que sólo en los últimos cien años la cuestión del soporte se ha convertido en el centro de la actividad artística. Primero, porque el arte contemporáneo ha llevado la búsqueda del soporte hasta los continentes más inverosímiles, convirtiendo en objeto de arte materiales que nadie habría utilizado jamás. Después, porque, como consecuencia de lo anterior, cualquier objeto ha terminado siendo susceptible de ser arte, en una suerte de estetización general cuyo mejor exponente es el diseño. Y por último, porque hay un tipo de soporte que sólo el arte contemporáneo ha estado en condiciones de explorar: el soporte electrónico.

 

¿Quién fue el primero en decidir que cualquier objeto podía servir como obra de arte? Por convención se acepta que la primera provocación en este sentido fue la de Marcel Duchamp con su célebre urinario, aquella Fontaine de 1917 que fue expuesta como modelo del arte nuevo. En todo esto hay un cierto malentendido, porque Duchamp, al exhibir aquel urinario, lo hizo expresamente como ejemplo de no-arte; el artista no quería decirnos que el urinario fuera artístico, sino que el no-arte (sería más exacto hablar de anti-arte) acababa de entrar en el campo de la percepción estética. Fue la crítica la que, con su frivolidad, interpretó que el arte había dado un paso adelante. En todo caso, el urinario de Duchamp cambió las cosas: extendió el campo de acción del arte a otros terrenos –terrenos donde el arte inevitablemente iba a morir.

 

Es interesante constatar que, a partir de ese momento, la búsqueda de soportes nuevos termina convirtiéndose en una auténtica obsesión. Los cubistas tienden el lienzo en el suelo y pintan con los manos; el abandono de la pintura de caballete es una auténtica revolución. Pero hay más: del mismo modo que una turbina ha podido convertirse en objeto estético, así los materiales industriales sirven para componer la obra, como en las guitarras de chapa o de hojalata de Picasso y de Laurens. Guitarras que, por supuesto, responden al patrón formal cubista. La penetración de la materia vulgar en el ámbito del arte obedece a una opción más filosófica que estética: se trata de hacer que el arte brote en la cotidianeidad de las sociedades modernas, y esa cotidianeidad está hecha de metales pobres, de plásticos, de caucho. La épica de la técnica –las grandes construcciones de puro metal con formas geométricas rígidas, como el nonato monumento de Vladimir Tatlin a la III Internacional- sólo es una parte de este fenómeno. Mucho más extendido será el deliberado empleo de materiales pobres en unas composiciones que carecen de épica alguna y que incluso buscan un cierto tono miserabilista. Lo que Germano Celant llamó arte povero será su mejor expresión: para dotar de mayor peso al concepto individual del artista, se empobrece el material. En la música, la plasmación de los soportes vulgares alcanzará extremos propiamente cómicos: cisternas de retrete en la percusión, desembozadores convertidos en instrumentos de viento… Después de eso, el siguiente paso vendrá con la incorporación de materiales fungibles: paquetes de tabaco o macarrones de pasta en los cuadros de Barceló. No se trata sólo de una apertura hacia nuevos materiales; se trata, sobre todo, de una especie de derramamiento del concepto de arte sobre todo el universo de los objetos. Lo cual, por supuesto, tiene su parte negativa: si todo puede ser igualmente arte, es que no hay nada que por sí mismo lo sea. La desaparición de un terreno material específico para la creación implica, ante todo, una pérdida de la exigencia del artista. Y eso conduce a experiencias de gusto más que dudoso. Por ejemplo, cadáveres de perros acuchillados sobre un gran charco de pimentón. No existe asidero conceptual alguno para poder enjuiciar como “bello” un ejercicio de este tipo. Y esta es la gran paradoja de la transversalidad de los soportes en el arte contemporáneo: se empezó huyendo de los materiales canónicos para buscar por todas partes la belleza; pero no se ha llegado ahí, sino a otro lugar mucho más áspero en el que el concepto de lo bello se sacrifica en nombre de la igual dignidad de todos los materiales, de todos los objetos. No puede decirse que se trate de un camino triunfal.

 

La extensión universal de los soportes de arte ha tenido, por otro lado, una consecuencia inesperada: la estetización general del mundo de los objetos. El diseño industrial es el mejor ejemplo de este fenómeno. Hoy no hay objeto lanzado al mercado que no haya pasado antes por un concienzudo estudio estético: botellas de lejía, aviones de pasajeros, bolígrafos, zapatillas deportivas, barras de carmín, mecheros… Cualquier cosa concebida para el consumo ha de pagar antes su tributo al arte del diseño, bajo la convicción –ciertamente, no errónea- de que un aspecto agraciado y atractivo multiplica las posibilidades de venta. Pero el mismo proceso se contagia a cualquier otro objeto destinado a la exposición pública, ya se trate de un partido político, un equipo de fútbol, un banco o una campaña institucional de lucha contra la drogodependencia: cualquiera de estas iniciativas atraviesa antes por un periodo de diseño, entre otras razones porque, en la sociedad presente, no hay movimiento que no sea concebido bajo la estructura racional del consumo. Aquí estamos ante un proceso social que bebe en dos fuentes. Una es precisamente la sociedad de consumo, donde la venta y compra de objetos se ha convertido en nervio mismo de la vida social. La otra fuente es lo que se ha llamado sociedad-espectáculo, esto es, aquella sociedad en la que no existe nada que no pueda ser concebido como espectáculo y, aún más allá, en la que nada cobra auténtica existencia social si no es puesto en escena –para que el público lo consuma. Nos llevaría demasiado lejos profundizar en ambas circunstancias, que, por otro lado, son suficientemente conocidas. Para nuestro análisis, baste señalar que estos fenómenos sociales estimulan la tendencia del arte contemporáneo hacia la multiplicidad de los soportes, porque tanto la sociedad de consumo como la sociedad-espectáculo favorecen la estetización de cualquier objeto de circulación pública –para venderlo mejor.

 

Y el universo de los soportes, de los objetos de arte, ha encontrado desde finales del siglo XX un continente nuevo en la electrónica, que ya no es un simple instrumento utilitario al servicio del creador, sino que hoy se ha convertido en disciplina artística específica desde el momento en que ha auspiciado el nacimiento de una forma nueva de expresión. Actualmente no hay convocatoria de arte contemporáneo en la que no aparezcan manifestaciones de arte electrónico, ya se trate de animaciones, ya de simples combinaciones móviles de luz y color o de caprichos formales que juegan con volúmenes de tres dimensiones. Por sus propias características, el ámbito de las artes en el que más impacto ha tenido la electrónica (incluimos en este concepto a la informática) es la cinematografía, que no sólo se vale de ella como herramienta de construcción de escenarios, sino que incluso ha llegado a crear una realidad completamente virtual cuyo reto es replicar absolutamente la apariencia de realidad física. Con todo, hay algo que el soporte electrónico no consigue: la expresión de sentimientos propiamente espirituales. Así, por ejemplo, llama la atención que en la Final Fantasy de Hironobu Sakaguchi, que hoy por hoy es la obra maestra del cine en 3D, los personajes (creados por ordenador) sean incapaces de expresar de manera convincente el sentimiento de tristeza. Por otro lado, hay razones para preguntarse si la electrónica podrá convertirse realmente en una disciplina artística en sí misma, pues al creador le exige demasiados requisitos técnicos, de manera que ha de invertirse más esfuerzo en el soporte que en la construcción de la obra en sí. En cualquier caso, hay algo indudable: sean cuales fueren las aportaciones de la electrónica como campo expresivo, la cualidad de la obra dependerá siempre de lo que el artista lleve dentro. Y eso es independiente de cualquier soporte.

 

Cuarto pecado: El imperio de lo efímero.

 

El cuarto rasgo característico del arte contemporáneo es su condición cada vez más efímera: la capacidad de la obra para proyectarse en el tiempo queda muy disminuida e incluso, con frecuencia, anulada. Naturalmente, por fuerza ha de ser efímero un arte construido sobre soportes de calidad pobre o incluso fungibles, perecederos. Pero aquí hay algo más: se trata de una suerte de vértigo que acompaña a la creación contemporánea y que le hace abrazar lo efímero como parte sustancial de sí misma.

 

El arte contemporáneo es efímero por la sucesión de “olas” que lo anegan. No se trata de que una escuela expresiva venga a sustituir a otra; eso se acabó a finales de los años setenta. Ahora todas las olas azotan las costas al mismo tiempo, y se retiran tan pronto llegan, como si ninguna quisiera permanecer allí. Si la sucesión de vanguardias pudo entenderse como una búsqueda de distintos caminos expresivos, la época de la “transvanguardia” (Bonito Oliva) puede interpretarse como esto otro: ningún camino expresivo ha logrado plenamente su objetivo, todos los caminos han quedado cerrados en su búsqueda imposible de un arte sin más referencia material que el propio artista y su subjetividad. Volvamos a la imagen de las olas: bajo el agua tumultuosa, aparecen fugazmente cabezas que desaparecen con prontitud. Esas cabezas son otros tantos mensajes expresivos. Esto lo explicó Karl Löwith a propósito del sentido de la Historia: buscar el sentido en la propia Historia es como “agarrarse a las olas al naufragar”. Lo mismo le ocurre al arte que busca en el movimiento el sentido del propio movimiento: se agarra inútilmente a las olas, naufragio tras naufragio.

 

El arte contemporáneo es efímero porque estamos en una sociedad construida sobre la circulación incesante de novedades reales o supuestas, sobre el movimiento acelerado de las imágenes y de los objetos, en un proceso de consunción y reproducción sin aparente final, hasta completar la figura anodina del círculo que no sale de sí mismo. Las obras de arte entran en ese círculo y circulan como unos objetos más entre otros cualesquiera. Su éxito radica única y exclusivamente en esa aptitud para circular, aumentando su valor en cada nueva vuelta. Mantendrán su valor tanto tiempo como consigan sostenerse en el circuito. Es el mismo proceso que dota de valor al dinero. El oro circulaba porque tenía valor, pero el dinero tiene valor porque circula. La riqueza del oro reposa sobre el objeto; la del dinero, sobre el movimiento. Se puede guardar oro debajo de una baldosa; sería absurdo guardar allí unos billetes. Del mismo modo, se puede guardar un Velázquez o un Turner en un museo, pero sería absurdo guardar una instalación de Sierra. El Velázquez o el Turner tienen valor en sí mismos; la instalación sólo tiene valor porque se expone, porque se muestra, porque va de un lugar a otro, llamando la atención, haciendo ruido, moviendo polémicas –para que luego venga el promotor a pasar la gorra. 

 

El arte contemporáneo también es efímero porque deliberadamente busca lo efímero en sus materiales, en sus composiciones, incluso en sus mensajes. Si lo importante no es lo que queda reflejado en la obra, sino el concepto del artista, su espontaneidad creativa, su gesto, se entenderá que la obra, al cabo, carezca de valor más allá del momento en que ha sido mostrada. Por eso las instalaciones o las performances se han convertido en el territorio predilecto de las artes plásticas: esas puestas en escena son la ocasión propicia para que el artista exprese su espontaneidad, su mundo conceptual, su mensaje, en un espectáculo que se agota en sí mismo, sin dejar más rastro que el comentario obsequioso de los críticos y la mirada, normalmente pasmada, del público. Esa fugacidad deliberada se extiende también a la música, terreno en el que las creaciones “contemporáneas”, con sus horrísonas atonalidades, rara vez aspiran a permanecer más allá del momento del estreno, ese instante supremo en el que el compositor hace patente su capacidad para “sorprender”. Igual fugacidad hallamos incluso en la arquitectura: basta pensar en los enormes esfuerzos concentrados en torno a acontecimientos tan perecederos como las exposiciones universales. Y si hay un terreno donde el arte es efímero por antonomasia, ese es el de la creación visual, el video-clip, cuya puesta en movimiento exige el concurso de diversos creativos y la movilización de no pocos fondos para alumbrar obras que serán consumidas y olvidadas en el plazo de pocos meses.  

 

Además, el arte contemporáneo es efímero porque es el arte propio de una sociedad que se reconoce en la imagen de la fugacidad, de la consunción, de lo que aparece, brilla y se apaga sin tardanza. La expresión “imperio de lo efímero” la acuñó Lipovetsky para referirse a la moda. Y la moda es el mejor emblema posible de una sociedad que se reconoce en lo efímero, no tanto porque la moda llegue y pase (todo llega, todo pasa, desde que el mundo es mundo) como, sobre todo, porque la moda no podría sobrevivir sin ese proceso de permanente aniquilación. La moda es la quintaesencia del arte efímero porque necesita ser efímera para seguir existiendo. La figura de nuestro tiempo no es la del creador que construye y lega su obra, sino la de quien construye y, acto seguido, destruye su creación. Es como si Sísifo arrojara él mismo su roca pendiente abajo para volver a subirla después –y de nuevo volverla a arrojar. Hace sólo un siglo hubiera parecido una ocupación descabellada. Hoy, por el contrario, la abundancia, la riqueza, la técnica y la prosperidad nos permiten tomarlo como un deporte. Trabajar para crear cosas y consumirlas sin que quede rastro… No es extraño que la gastronomía se haya convertido en un arte precisamente en nuestro tiempo, alcanzando unas cumbres de estetización que ninguna época anterior había soñado jamás. Así ocurre con todas las artes en general: el imperio de lo efímero es la fórmula que define el destino de la obra en un mundo de movilidad total.

 

De algún modo, es como si aquel movimiento desesperado que intuía Baudelaire y aquel dinamismo que anhelaban cubistas y futuristas se hubieran materializado en las propias obras. Pero no porque el artista haya llegado a expresar el movimiento desde la quietud acabada de la obra –esto sólo ocurre en contados casos: los colores giratorios de Delaunay, por ejemplo-, sino porque el movimiento ha terminado apoderándose de toda la creación en general. No es que la obra haya logrado atrapar al movimiento que caracteriza a nuestra sociedad; eso habría hecho realidad aquel deseo del Fausto de Goethe de decirle al instante que pasa “detente, ¡eres tan bello!”. No, no: es que el movimiento que caracteriza a nuestra sociedad ha atrapado en su vértigo a la obra y al artista, de modo que tal que una y otro quedan sumergidos en lo efímero, en un proceso de extinción apresurada que podemos aproximar a aquello que Paul Virilio llamaba “estética de la desaparición”. El joven Jünger, en sus obras más cercanas al vanguardismo de los años veinte y treinta, mostraba su fascinación por el movimiento incesante de la hélice de un avión: ese giro vertiginoso, a partir de un determinado momento, ofrecía la imagen misma de la quietud –porque el movimiento dejaba de verse. Ese mismo Jünger, buscando lo eterno en lo móvil, sustanció la idea de movimiento circular en la imagen del molino de oración tibetano: las vueltas del molino, por su carácter religioso, hacen presente una realidad permanente e inmóvil. El camino de las artes, sin embargo, ha sido el contrario: enganchadas al molino, a la hélice, incapaces de hacer aflorar lo que de inmutable se esconde bajo ese movimiento, han terminado abrazando el movimiento como un fin en sí mismo, en una actitud que, a la postre, termina conduciendo a una vocación de finitud que tiene algo de rendición incondicional.

 

Quinto pecado: La tentación del nihilismo.

 

La vocación de finitud, esa tendencia a la extinción que late en el arte efímero, puede entenderse también como vocación de aniquilación, de nada –puede entenderse como nihilismo. Y es interesante el hecho de que, en el camino del arte contemporáneo, la obsesión por dar cuenta del movimiento, de la caducidad, haya coincidido con una búsqueda propiamente desesperada de la reducción a los elementos mínimos, a las realidades últimas de la expresión: el color y la luz en las artes plásticas, el sonido y el silencio en la música; aquellas cosas, en fin, que existían antes de que pudiera hablarse de “música”, de “pintura”, de “arte” en general. Y la coincidencia es interesante porque tal búsqueda ha conducido, en realidad, a una especie de arte de la aniquilación que ha sido también, imprevisiblemente, una aniquilación del arte. Pero vayamos paso a paso.

 

El arte contemporáneo ha abrazado el nihilismo, fundamentalmente, por dos vías. Una ha sido la búsqueda de la mayor pureza posible en la expresión, preferentemente mediante el abandono de la realidad tangible; lo hemos visto al hablar de la abstracción. La otra vía ha sido la minuciosa destrucción de las referencias estéticas anteriores, siempre en nombre de esa novedad permanente a la que también antes nos hemos referido. Ahora bien, si uno destruye las referencias estéticas anteriores para sustituirlas por una búsqueda permanente de la mayor simplicidad posible, ¿qué encuentra al final del camino? Lo que encuentra es la nada. Nada detrás, porque ya se ha destruido; nada delante, porque la meta natural de cualquier proceso de reducción es el cero.

 

Cubistas y surrealistas jugaron en este proceso un papel de aprendiz de brujos. Los cubistas, como escuela, renegaron siempre de la abstracción. Picasso decía que era imposible pintar lo invisible. Pero el propio Picasso manifestaba –se lo dijo a Ramón Gómez de la Serna- que “pinto las cosas como las siento, no como las veo”. De manera que el cubismo otorgaba al concepto un papel más importante que a la realidad física. Y no cualquier concepto, sino, expresamente, un concepto creado enteramente por el artista y autónomo en su singular realidad, como predicaba Apollinaire. De manera que si el concepto, que por naturaleza es invisible, predomina sobre la realidad física visible, nada impide que el siguiente paso sea prescindir de la realidad para pintar exclusivamente lo invisible, esto es, aquello que Picasso consideraba imposible. La gran trampa en la que cae el cubismo es precisamente esa y está en los propios fundamentos cubistas: no es posible reducir la realidad a cubos, conos y cilindros, o aún más lejos, a pura luz, como quería Delaunay, y luego protestar cuando el resultado no se parece a nada –cuando el resultado es una nada provista de luz y color. En el campo de la arquitectura hay un buen ejemplo con los efectos últimos de la Bauhaus: cuando se predica la construcción sobre volúmenes cúbicos y geometrías simples, nadie podrá extrañarse de que, al término del proceso, alguien se limite a colocar contenedores industriales uno sobre otro, como en el City Container de los holandeses de MVRDV, en un ejercicio que termina siendo negación de todo arte de habitar –de toda arquitectura.

 

A la pregunta de estilo heideggeriano “por qué el ser y no, más bien, la nada”, el arte contemporáneo responde decididamente, antes incluso de plantearse la pregunta, con una apuesta inequívoca por la nada. Hay dos ejemplos que pueden contarse como canónicos: Malévich y Cage. El caso de Malévich ilustra bien cómo partiendo de la reducción a lo esencial se llega a la apología de la nada: de aquel imperativo de Cézanne de reducirlo todo a esfera, cilindro y cono, se desemboca en la negación de la existencia del objeto en un Cuadrado blanco sobre fondo blanco, es decir una tela pintada de blanco en cuyo interior se adivina vagamente la existencia de un cuadrado. Es un camino paralelo al que recorrerá algunos años después, en la música, John Cage, que partirá de la búsqueda del sonido esencial, primario, previo a la cultura, y terminará en su partitura Silencio, que es exactamente la deliberada negación de cualquier sonido; la nada.

 

Ahora bien, este nihilismo estético no es sólo el punto culminante de un camino de reducción formal. Importa recordar que, en el terreno de las artes, la desaparición de la realidad en beneficio de la nada no ha sido un proceso meramente estético, formal, sino que con frecuencia se ha envuelto en una dinámica destructora de carácter político, social, ideológico, en definitiva, en una dinámica destructora material. Lo cual, por otro lado, es completamente lógico: no es posible coronar a la nada como reina del arte si antes no se ha guillotinado a los pretendientes legitimados por la tradición. Y es aquí donde el nihilismo estético se convierte en compañero del simple terrorismo.

 

Respecto a la provocación formal como provocación moral, basta recordar la delicada recomendación de André Breton: el acto surrealista por excelencia es salir a la calle con un revólver y vaciar el cargador sobre el primero que pase. En descargo de Breton, recordemos que esas palabras fueron escritas en un tiempo en el que liarse a tiros era ejercicio bastante común. Acto seguido, subrayemos que el mundo del arte, en el siglo XX, rara vez ha sido ese campo de paz y amor que el borreguil tópico contemporáneo quiere vendernos. Pocos años antes, Jünger, en la primera versión de El corazón aventurero, hablaba con toda naturalidad de incendiar museos, y hay que señalar que no se trataba de la incontrolada efusión de un ex combatiente inadaptado, sino de un leit-motiv en los textos de los artistas de vanguardia. Breton, por su parte, terminaría en el Partido Comunista, antes de pelearse también con Moscú. El hecho es que la vindicación de la novedad por sí misma parece exigir, en el discurso del arte contemporáneo, la destrucción completa del arte anterior. Y no hace falta recurrir a los excesos futuristas o surrealistas para encontrar manifestaciones de ese estado de conciencia. Una frase como aquella de Joan Miró según la cual “el arte está en decadencia desde la edad de las cavernas” expresa con completa nitidez esa convicción: todo lo que se ha hecho hasta ahora (es decir, la tradición) merece ser destruido. Y es tal convicción lo que anima el nihilismo del arte contemporáneo.

 

Naturalmente, los temperamentos obtusos –y entre los artistas están tan extendidos como en cualquier otro grupo humano- siempre tenderán a interpretar esta voluntad de provocación moral en el sentido más pedestre posible. A principios de los ochenta, cuando los gobiernos regionales españoles hacían sus primeros pinitos en el padrinazgo del arte contemporáneo, una exposición organizada por el gobierno extremeño sorprendía al visitante con un gran lienzo blanco sobre el que el creador había rotulado: “La pintura me la pone dura”. Sólo un mentecato podía tomar como arte aquel exabrupto –se tomó, sin embargo. Otros, para dotar de mayor repercusión a sus botaratadas, se cobijan de manera más vistosa bajo el paraguas de los clásicos: véanse las escenografías de Calixto Bieito para el mundo de la ópera, cuya singular (y única) aportación estriba en incorporar el universo de los saneamientos al atrezzo, forzando a los intérpretes a incluir entre su repertorio la mímica de la defecación. Podríamos multiplicar los ejemplos hasta la saciedad (y hasta la suciedad), pero lo sustantivo es esto: al privilegiar la reducción formal y predicar la invalidez de la tradición, el arte contemporáneo otorga carta de naturaleza a ejercicios cuya única finalidad es la destrucción en sí misma. Lo cual incluye a la destrucción del arte.

 

Sexto pecado: La subversión como orden nuevo

 

Pero, ¿puede considerarse destructivo, provocador, subversivo, esto es, revolucionario, a un tipo de arte que, al mismo tiempo, goza de las mejores complacencias por parte del poder establecido? Porque es un hecho que el arte contemporáneo disfruta de un respaldo oficial extraordinario. ¿Cómo es esto posible? Sólo caben dos respuestas. Una, que el poder comparte con tal arte ese mismo impulso destructor. Otra, que el arte contemporáneo no es en realidad tan subversivo como su discurso predica. Ambas respuestas son compatibles; las dos son correctas.

 

Es perfectamente posible trazar una estrecha correlación entre el poder de nuestro tiempo y el arte contemporáneo. El poder de nuestro tiempo se basa, esencialmente, en abstracciones: esa abstracción absoluta que es la finanza transnacional –alma de la globalización- se despliega por el mundo bajo la cobertura de esas otras abstracciones que son los grandes principios ideológicos vigentes, desde la paz hasta la libertad pasando por la igualdad o la solidaridad; conceptos tan genéricos en su enunciado ideal que es imposible no estar de acuerdo con ellos, pero que, justamente por eso, carecen de cualquier realidad material. Y semejante tipo de poder por fuerza ha de reconocerse en un arte hecho de abstracciones, de descomposiciones, de expulsión de la materia viva. No es un azar que todo nuevo poder, aún más, que todo nuevo poderoso se invista ante la opinión pública con la inauguración de un centro de arte contemporáneo, de una nueva feria, de una exposición de campanillas. Cualquier ciudadano habrá podido constatar que, con frecuencia, tales centros no son más que envoltorios vacíos: grandes edificios como el Guggenheim de Bilbao valen más por sí mismos, como obra, que por lo que albergan, pues su contenido termina siendo prescindible. Pero eso también forma parte del juego: ¿Acaso cabe abstracción más profunda que la ausencia de toda concreción?

 

El poder propio del mundo de la técnica y de la economía, que es un poder ejecutado en nombre de abstracciones, ha encontrado en el arte contemporáneo un poderoso vestido estético. El poder actual comparte con el arte de hoy ese mismo imperativo de la permanente novedad –porque se asienta sobre un discurso de cambio en nombre del progreso-, esa misma transversalidad de los soportes –pues ya no queda esfera de la vida individual o colectiva ajena a la influencia del poder-, esa misma desaparición del referente visible –porque los grandes centros de decisión, por ejemplo los financieros, quedan ocultos-, también esa misma condición efímera –en la medida en que toda la arquitectura política se hace móvil, perecedera, en el escenario vertiginoso de la política-espectáculo… Por así decirlo, entre el poder y el arte existe hoy una comunidad de alma: ambos se muestran guiados por una fuerza común. Esa fuerza es la de la fase final de la modernidad: se continúa adelante aunque se haya borrado la imagen de la meta final, aunque se tenga la secreta certidumbre –así en el poder como en el arte- de que estamos acelerando en el vacío.

 

Tan profunda sintonía entre arte y poder resulta más percuciente si reparamos en que el arte moderno fue el primero de la historia en considerarse a sí mismo como un agente de progreso, como una actividad esencialmente opuesta al poder y, en ese sentido, como un factor de subversión, de revolución, de cambio radical en las ideas y en los valores. Ciertamente, desde siempre ha sido el continente de las ideas y la cultura el que ha actuado como avanzada de los grandes cambios: no ha habido cambio en la historia de las sociedades que no haya venido precedido de alguna conmoción en el terreno de la cultura, que es, por así decirlo, el sismógrafo que anuncia los movimientos colectivos. Pero nunca las gentes de las artes o de las letras se habían reconocido a sí mismas en tal papel, ni mucho menos había cobrado conciencia colectiva de “vanguardia” social. Incluso expresiones como “gentes de las artes” o “gentes de letras” son relativamente nuevas: no aparecen antes del siglo XVIII, en el contexto de la Ilustración. En lo que concierne al sentimiento de formar parte de una “vanguardia”, no hay huella de tal cosa en el mundo de las artes hasta bien entrado el siglo XIX, y ello en estricta correlación con aquella conciencia de modernidad que hemos explorado al hablar de Baudelaire. Es tal conciencia la que empieza a alimentar entre los artistas una idea nueva de sí mismos, una idea que les lleva a verse como heraldos de los grandes cambios que el mundo está experimentando. Idea que alcanza sus rasgos mejor definidos a finales del XIX, cuando nacen las vanguardias propiamente dichas, y que adquiere tonalidades explícitamente políticas en el primer tercio del siglo XX, al compás de la guerra civil europea. No es en absoluto casual que el bolchevismo se convierta en catalizador de una ancha corriente del vanguardismo artístico: “Roja es la estrella de la modernidad”, cantará Vladislav Vancura; porque el sovietismo representaba una revolución total no sólo en términos de poder, sino también en términos de conciencia. Tampoco será casual que el sovietismo, una vez convertido en poder y clausurado el periodo revolucionario, sustituya en sus predilecciones estéticas a las vanguardias por un pesado realismo técnico, sin la menor concesión a esa “subjetividad del artista” tan cara al arte contemporáneo. En ese sentido, nada más lógico que el hecho de que el medio adecuado para el desarrollo de ese arte haya terminado siendo el mundo capitalista burgués, cuya mezcla de individualismo y progresismo constituía un abono idóneo.

 

Hoy, al final del camino, lo esencial del arte contemporáneo ya no es su carácter subversivo, su oposición al poder. Eso pudo ocurrir en el primer tercio del siglo XX. Después, no. A fecha de hoy, lo esencial del arte contemporáneo es que pone su discurso subversivo al servicio del propio poder. En las ferias y en las performances se mantiene la retórica de la vanguardia, la fraseología del cambio social, la mitología del progreso, pero todas esas cosas no sólo se han vuelto inofensivas, sino que, aún más, se han convertido en coartada para un poder que también se despliega en nombre del progreso y del perpetuo cambio. No hay contradicción alguna entre el carácter revolucionario del arte contemporáneo y esa otra revolución permanente que es la civilización occidental moderna (o posmoderna), sustentada sobre la abstracción del individuo como agente único de la vida social, política y cultural. Los exabruptos del genio de turno sólo dañarían al orden establecido si pusieran en cuestión alguno de sus fundamentos reales: si circularan al margen del mercado, si censuraran el individualismo ético y estético, si reivindicaran las raíces identitarias frente al cosmopolitismo ambiente, si alzaran la espiritualidad frente al materialismo… Pero eso es lo que jamás hará un artista “contemporáneo”, porque tal cosa le obligaría a dejar de ser… contemporáneo. Y por eso seguiremos asistiendo a la consternante pantomima del artista que grita “mierda” desde un lujoso escenario, para que los poderosos rían emocionados mientras ponderan el alto valor estético del mencionado material.

 

Séptimo pecado: la subjetividad náufraga.

 

La gran zozobra aparece cuando ese artista que grita “mierda” ha de enfrentarse al juicio del prójimo. No al juicio del crítico, del galerista, del marchante o del gestor cultural, que entienden bien ese lenguaje, sino al juicio del ciudadano común, con su sentido estético elemental, primario, pero natural, que contemplará a nuestro artista con la inequívoca mirada que se reserva al farsante. “Usted grita ‘mierda’ –dice el prójimo- y yo deseo creerle, pero es que ni siquiera eso soy capaz de ver ahí. ¿Cómo pretende usted que yo lo considere arte?”. El artista, en el mejor de los casos, prorrumpirá en explicaciones conceptuales: hablará del trazo sobre la tela, de los materiales adheridos a la tabla, del deliberado “ruidismo” que cabalga sobre la partitura –si es un músico-, de las referencias orientales –por ejemplo- que pueblan en espíritu el decorado vacío de un escenógrafo… Hablará, en definitiva, de un lenguaje que sólo él está en condiciones de entender, pues sólo él está en condiciones de explicar. Y después pretenderá que ese lenguaje conmueva las zonas no racionales de la sensibilidad del espectador, trazando así un sólido puente por debajo de la conciencia. La mirada del prójimo, a lo largo de la conversación, no cambiará. Como mucho, pasará de la estupefacción a la sorna.

 

Esto es una caricatura, ciertamente. Pero sirve para explicar el gran problema de la relación entre el artista contemporáneo y el ciudadano común: la incomunicación. Hasta el siglo XX, el arte ha podido comunicar algo a la sensibilidad del prójimo: el artista, por supuesto, cargaba el mensaje con su propia manera de componer el lenguaje, pero el vocabulario era el mismo a uno y a otro lado de la tela. Por así decirlo, el artista y el ciudadano compartían un idioma común. Eso fue así todavía con las geometrías de Mondrian, también con Picasso, que precisamente por este motivo huía de la abstracción. Pero, como ya hemos visto, la subjetividad del artista se acentúa a medida que el arte se hace conceptual. El paso definitivo, terminal, llega cuando el artista crea no sólo su propia forma de expresión, sino incluso su propio lenguaje –un lenguaje que sólo entiende él. A partir de ahí, el papel del espectador pierde toda importancia. Hoy uno pasea por cualquier galería de arte contemporáneo y se siente como en presencia de distinguidos representantes de cien tribus primitivas: cada uno de ellos habla una lengua distinta, todas incomprensibles; el atento observador puede apreciar la sonoridad, la musicalidad de unas u otras, pero terminará la ruta sin haber entendido nada. Tal vez los primitivos intenten hacerse entender; eso es humano. El artista contemporáneo, no.

 

Hoy un artista, normalmente, carece de comunicación real con su sociedad. Sus obras no están destinadas al “público”, es decir, a sus vecinos, a la gente que le rodea, al transeúnte común, ni siquiera a una idea sublimada de su comunidad, sino que están destinadas al “mercado”. Un mercado éste cuyo ámbito se restringe a los compradores, que son muy pocos, y siempre por mediación de la crítica, que es la que viene a fijar la banda de precios en la que el artista se mueve. Los mensajes que ese artista nos propone serán tan inaprehensibles como corresponde al estatuto “conceptual” de su arte: en el mejor de los casos, impresiones personales de carácter emocional expresadas a través de formas y colores que responden a un lenguaje, por subjetivo y emocional, propiamente autista. La subjetividad del artista, ciertamente, queda privilegiada: es la verdadera protagonista de cualquier obra. Pero a un precio altísimo: la ruptura de la comunicación con el exterior. Así la subjetividad del artista naufraga.

 

Octavo pecado: el destierro de la belleza.

 

Todos estos pecados se encierran en uno: haber abandonado la idea de lo bello para sustituirla por criterios de otra índole.

 

Ya sabemos todos que, a estas alturas, no es particularmente fácil proponer un canon de la belleza. Con esto pasa como con los aromas urbanos: hay quien necesita el olor a automóvil para sentirse en su salsa. La civilización contemporánea se ha construido sobre tal cúmulo de perspectivas variadas, de antagonismos sociales, de contradicciones espirituales y de mixturas culturales, que forzosamente nuestro canon ha de ser lábil y elástico. Cuando hoy alguien osa proponer un canon, sea Eco o sea Bloom, ya no puede aspirar a sentar una línea definitoria de la belleza en sí misma, sino que tiene que limitarse a enunciar ejemplos de obras donde la belleza ha aflorado de manera singular. O sea que nuestro mundo ya no puede entender lo bello como significado, sino, más bien, como experiencia. Pero no todo es cuestión de gustos, es decir, puro relativismo. Una cosa es aceptar un canon en abanico, que permita definir lo bello en distintos puntos de vista, y otra muy distinta es negar la existencia de la belleza o hacerla reposar únicamente sobre la mirada del observador –o, aún más estrechamente, del creador. Ahora bien, ese es el papel al que ha quedado relegado lo bello en el discurso del arte contemporáneo. Y es que el problema del arte contemporáneo, en este aspecto, no es haber relativizado la idea de lo bello, sino haberla apartado de sí. El problema no está en que el concepto de belleza sea discutible –que lo es. El problema está en que el propio concepto de lo bello ha sido puesto fuera de la circulación.

 

Que no existe una definición de lo bello, eso es una verdad de Perogrullo: toda la historia de la cultura en general, y del arte en particular, puede narrarse como una discusión entre unas y otras maneras de entender la belleza. Existe una belleza vinculada al color sin forma, o a la forma sin color. También existe una belleza vinculada a la plasticidad de una imagen, aunque lo que esa imagen nos esté contando sea la tragedia de la Balsa de la Medusa. Como puede haber una belleza profunda en el rumor de un bosque, una belleza quizá superior a la que ese mismo rumor adquiere cuando el bosque se hace melodía en Mozart o en Wagner. Hay belleza en la armonía griega, en la fantasía románica, en la elevación gótica, en la serenidad renacentista, en la espontaneidad del arte primitivo… La discusión sobre qué es lo bello –y, en consecuencia, sobre qué cosa es más bella que otra- no es propiamente una discusión artística: es una discusión filosófica que, además, no es autosuficiente, porque en su camino necesariamente ha de echar mano de muletas en los ámbitos de lo bueno o de lo justo. En el terreno del arte, las cosas son prodigiosamente más sencillas: hay obras que espontáneamente se reconocen como bellas y otras obras que no. El gran creador es capaz de transmitir esa belleza a numerosos planos de su obra, y en eso consiste su genio. No es una operación filosófica: es un don –para algunos, y no sin razones, un don de Dios.

 

Por el contrario, el arte contemporáneo ve las cosas de una manera completamente distinta. Para empezar, el concepto de la belleza deja de percibirse como algo accesible y queda afectado por un relativismo agudo: si cada época o cada civilización tienen un concepto distinto de lo bello, es que lo bello es un concepto fluido, etéreo, inaprehensible. En ese sentido, la manifestación, el fenómeno, la realidad, no dejan de ser pantallas que nos impiden aprehender el concepto puro de la belleza. Por consiguiente, no sería descabellado –en un extremismo kantiano- suprimir cualquier mediación entre la imagen, la figura, la forma, y la belleza en sí. Aquí el dogma progresista inherente al concepto de vanguardia surte efectos letales: la recusación de la tradición artística, presunta culpable de haber “congelado” la belleza en una cámara frigorífica, significa en la práctica un abandono de las vías conocidas para alcanzar el anhelado objetivo. Pero, ¿y si el objetivo –la belleza- no aparece? Entonces sobreviene la deserción del objetivo: el artista ya no aspira a la belleza, sino que, más modesto –en realidad, más soberbio-, se limita a expresar su personal búsqueda interior, que con frecuencia es una búsqueda de sí mismo. Lo bello queda confinado en la cárcel dorada de las cuestiones filosóficas. Exactamente lo que no es.

 

Perdido el punto de referencia, es comprensible que el barco vaya a la deriva y que su anárquica derrota le lleve a los más atroces lugares. Uno de ellos es, sin duda, eso que se ha llamado el feísmo, es decir, la demencial presunción de que era posible hacer arte buscando deliberadamente expresar la fealdad. El feísmo, por su carácter de provocación moral, guarda perfecta consonancia con el lado nihilista de la vanguardia; sin embargo, es la absoluta negación de cualquier concepto natural de arte. Es difícil encontrar un ejemplo más claro de la desorientación de tantos artistas contemporáneos. Con todo, en el “feísmo” aparece un valor insospechado, a saber: involuntariamente, nos otorga la prueba de que existe un sentido elemental de la belleza. Ocurre lo mismo que con el satanismo respecto al cristianismo: quien adora a Satán no niega la existencia de Dios, sino que la concede tácitamente, pues sólo existiendo Dios tiene sentido que Satán exista. Así la adoración demoniaca es una demostración invertida de la fe en Dios. Y así el culto deliberado de la fealdad es una muestra invertida de la vigencia permanente de la belleza.

 

Penitencia

 

Es verdad que no todo el arte contemporáneo es incomprensible. Pero, en toda la historia del arte, únicamente el de nuestros días produce obras que sólo el artista está en condiciones de entender. Del mismo modo, siempre el artista ha buscado caminos nuevos de expresión. Pero sólo en nuestro tiempo el anhelo de la novedad ha prevalecido sobre el afán expresivo. Sólo en nuestro tiempo ese afán ha llevado a la supresión de todo significado visible en la obra. Sólo en nuestro tiempo se ha considerado posible estetizar cualquier soporte, lo cual se ha hecho particularmente patente con la incorporación de soportes tecnológicos. Sólo en nuestro tiempo se ha concebido un arte deliberadamente efímero, llamado a desvanecerse una vez contemplado. Sólo en nuestro tiempo el arte se ha considerado llamado a ejercer una provocación moral sobre la cultura dominante. Sólo en nuestro tiempo las relaciones del arte con el poder se han establecido en términos no de orden, sino de subversión (por ambas partes). Sólo en nuestro tiempo el artista ha erigido su subjetividad creativa en ariete contra los valores estéticos (y éticos) de su sociedad. Y sólo en nuestro tiempo, en fin, el arte ha podido prescindir deliberadamente del concepto de lo bello.

 

Este camino ya es irreversible. Los estragos que en el arte han causado el dadaísmo o la música atonal son tan indelebles como los que sobre el globo terráqueo ha dejado la bomba nuclear; fenómenos, por cierto, que la historia futura evaluará como contemporáneos. Tampoco es verosímil que vaya a desaparecer del universo de nuestras representaciones el abismo interior, la neurosis, la angustia en primera persona. ¿Acaso todo eso no vive junto a nosotros de una manera mucho más patente que dos, tres siglos atrás, hasta el extremo de formar parte del paisaje cotidiano y de las propias relaciones personales? El siglo XX dejó tras de sí un mundo completamente diferente al que encontró: los rayos X, la física cuántica, la fisión del átomo, la muerte a gran escala, el automóvil, la aviación, los vuelos espaciales, los totalitarismos y su secuela de martirio, la televisión, el cine, el psicoanálisis, la guerra total, la radio, la realidad virtual, la informática, internet, la igualdad de los sexos, las vacunaciones masivas, el sida, el supercapitalismo, los satélites, la ingeniería genética, la globalización, el calentamiento del planeta… Nada de todo eso era imaginable en tiempos de Baudelaire. La lista de las cosas que el siglo XX nos ha dejado en herencia es tan amplia, y el legado afecta a aspectos tan decisivos, que sería absurdo pretender que las artes permanecieran ajenas al mundo que nos ha tocado vivir.

 

Sin embargo, ¿acaso todo esto implica necesariamente la renuncia a explorar el continente de lo bello? ¿Acaso todo esto nos obliga a no poder hacer más que un tipo de arte? ¿No es posible otra manera de entender el arte? Lo es.

 

Para empezar, parece imprescindible romper el hechizo típicamente moderno, exclusivamente moderno, de la búsqueda de la novedad. Lo nuevo no es en sí mismo un valor. En este terreno, el arte es víctima de una superchería vinculada al dogma del progreso: esa fe primaria en que la marcha de la historia posee un sentido ascendente. Pero no: ni ascendente, ni descendente; ni en el arte, ni en ninguna otra cara de la vida. Cada época tiene su tempo. Y en lo que concierne al nuestro, ya ha pasado el momento en que nos fascinaba la aceleración sostenida. La innovación verdaderamente significativa aparece cuando alguien halla una nueva forma de expresión que otros pueden saludar como propia, en la que otros se pueden reconocer. Si no, lo nuevo es irrelevante.

 

También parece imprescindible volver a aspirar a la inteligibilidad, esto es, a que el público entienda qué quiere decir el artista. No se trata de convertir la inteligibilidad en nuevo dogma; eso ya lo hicieron los muralistas mejicanos con resultados más bien deplorables. Se trata, simplemente, de que el lenguaje empleado por el artista sea el mismo que el de quien está al otro lado de la obra. Y en ese sentido, la reivindicación de lo inteligible debería predicarse con más fuerza para la música que para la pintura. La forma y el color pueden comunicar algo sin necesidad de someterse a la figura; es cuestión de talento. Los sonidos, por el contrario, no logran comunicar nada significativo si no se someten a la melodía; no es una cuestión de técnica compositiva (Bach fue el primer dodecafonista), sino de simple armonía. Hay un sentido del oído natural para la armonía como hay un sentido de la vista natural para el color y la forma. Someterse a esos sentidos no significa encorsetar la creatividad; significa hacerla comunicable. Y por cierto que en esa operación de respeto al prójimo hallaría un buen asidero la subjetividad náufraga del artista.

 

Esa voluntad de comunicar podría extenderse a todos los campos del arte. Por ejemplo, al de los soportes. La versatilidad de los soportes es una conquista interesante, pero sólo con una condición: que el soporte no prevalezca sobre la obra. De nada sirve elaborar una compleja composición de latas de conserva si lo único que la composición transmite es la existencia de unas latas de conserva. Por otro lado, con frecuencia la experimentación sobre nuevos soportes no es sino una manera de prolongar la búsqueda de la novedad: ya que ésta no aparece en lo espiritual de la obra, que aparezca al menos en su materia. Pero esto no deja de ser un ejercicio banal; interesante desde un punto de vista técnico, pero irrelevante desde una perspectiva propiamente artística. El soporte sólo es un medio, no es un fin. Esto, que parece obvio, ya no lo es –pero muchos agradeceríamos que volviera a serlo.

 

También agradeceríamos que la obra de arte conociera de nuevo algo que nunca la ha perjudicado, a saber, el afán de perdurabilidad, frente a ese imperio de lo efímero que hoy se extiende por todas partes. Ya sabemos que no todo el arte perdura, pero aquí no hablamos tanto de la suerte que el futuro depare a la obra como de la vocación que el artista aplica sobre ella. Baudelaire hablaba de aquella mitad oscura, fungible, efímera, mortal de la obra de arte, y reclamaba ponerla en primer plano. Bien: ya la hemos puesto en primer plano, nos hemos bañado en ella, nos la hemos bebido, nos hemos emborrachado y ahora estamos en periodo de resaca. Quizás es tiempo de volver la mirada sobre la otra mitad, aquella que dejamos abandonada: la mitad clara, eterna, permanente, espiritual. Lo cual, por cierto, no será posible sin una previa reflexión, y bien a fondo, sobre el carácter de nuestra cultura.

 

Esto nos lleva a la necesidad de superar el nihilismo: cuanto más tiempo permanezca instalado el discurso artístico en la nada, en la pura negación, más se enviscará en una estéril estética de la aniquilación. Y la vía de salida está precisamente en aquella “otra mitad” que habíamos abandonado bajo el imperativo moderno. Hay una frase de Botho Strauss, dedicada a una película de Quentin Tarantino, que expresa de una manera muy gráfica el problema: “¡Qué poca nostalgia del Paraíso…!”. En efecto, probablemente la nuez del problema reside en la incapacidad de la cultura contemporánea para sentir la presencia de una dimensión más profunda, más alta –la presencia viva de esa mitad eterna del arte que la modernidad obliteró. Hay que decir que el arte contemporáneo no siempre ha sido ajeno a la sed de espiritualidad: en el propio camino de las vanguardias encontramos una y otra vez la pregunta por el fundamento último, e incluso ciertas ramas del expresionismo abstracto han podido ser explicadas como una suerte de versión pictórica del budismo zen. Sin embargo, es un hecho que la evolución posterior de tales caminos no han conducido a una mayor espiritualidad, sino más bien a todo lo contrario. Por consiguiente, la actitud más cabal sería reconocer que esas vías de expresión no han dado el resultado querido, que no han conseguido penetrar en el espíritu y que, en consecuencia, se impone reconsiderar el camino empleado –cambiar la vía de expresión.

 

Más dudoso resulta que esta operación sea realmente factible. Sobre todo porque los artistas, hoy por hoy, son presos (voluntarios) de un sistema de explotación estética que penaliza las exploraciones fuera del orden, de ese “orden subvertido” que constituye el poder establecido. ¿Es posible salir del círculo vicioso de la provocación y la recompensa? Al artista se le puede pedir que sea creativo, pero no que sea un héroe. Sin embargo, el reto está ahí: superar la superstición de la novedad, esforzarse por recuperar lo inteligible, tender puentes de comunicación con el público, elevarse sobre el materialismo de una civilización de la técnica y el dinero… ¿Alguien dará el paso?

 

Alguien lo dará, sin duda. Los hombres han hecho arte desde que amanecieron sobre la tierra. No dejarán de hacerlo hasta que se extingan. Puede que la consagración contemporánea del no-arte sea un anuncio de nuestra próxima extinción. Puede que sea, simplemente, el barómetro de una sola civilización –la occidental- hundida en grave crisis interior. Pero la historia permanece abierta siempre: una tela en blanco sobre la que pintar, una partitura sobre la que componer, unos materiales con los que construir… Todo eso seguirá sirviendo de algo mientras no perdamos el sentido de la belleza.

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