La próxima revolución sexual: “Hay doctrinas de libertad que desarrollan grilletes”

19.01.2014 10:29

(Publicado originalmente en "El Manifiesto", nº8, abril 2007)

Hemos pasado de un puritanismo extremo, que sepultó lo erótico bajo toneladas de rigor, a un permisivismo radical que ha vaciado la sexualidad hasta convertirla en algo banal, propiamente sin sentido. El discurso de la “liberación sexual” quizás haya liberado al sexo, que hoy lo invade todo, pero no ha liberado a las personas. En vez de un erotismo espontáneo y natural, lo que hoy tenemos es una sexualidad mecánica, comercializada, una performance técnica para unos individuos que afrontan la experiencia erótica con un exceso de mediación, ya sea la mediación instrumental de la pornografía o la mediación didáctica de los “sexólogos de la tele”. ¿No haría falta una revolución sexual?

 

Hay doctrinas de libertad que desarrollan grilletes. Lo que nos prometen es tan gratificante, tan amable o tan placentero, que apenas reparamos en lo que hay detrás del espejismo –hasta que es demasiado tarde y nos hallamos ya atrapados en él. Hoy vivimos un proceso de este tipo en las sociedades opulentas (y sólo en ellas) a propósito de la sexualidad. Varias décadas consecutivas de discurso sobre la liberación sexual nos han persuadido de que aquí, en los pliegues de la libido, se escondía uno de los grandes tesoros de la condición humana; en consecuencia, se nos ha instado a explotar la veta hasta que el mineral aflore para, después, hacerlo circular. Ahora bien, lo que hoy vemos al otro lado del cristal, en el escaparate de la opulencia, no es exactamente un tesoro.

 

Opios del pueblo

 

¿Qué vemos? Vemos un erotismo cosificado donde el sexo funciona como simple objeto, ya real o ya, más generalmente, virtual, emancipado de las personas de carne y hueso. Vemos una sexualidad individualista, egocéntrica, donde el prójimo desaparece como tal, como alguien con quien  compartir una experiencia física o anímica. Vemos una libido mercantilizada que se extiende por todas partes como cualquier otra mercancía en los anaqueles de un hipermercado, objeto de consumo rápido para satisfacción de un público anónimo. Vemos a unas gentes que se acercan al sexo con la actitud profundamente burguesa de quien sólo busca “su mejor interés”. Mientras tanto, el sistema –mediático, económico, cultural, todo eso a la vez- promociona sin cesar un discurso donde el derecho al placer actúa como horizonte último de toda existencia. Hay un anuncio radiofónico que, sin proponérselo, expresa muy gráficamente este reduccionismo: “Si tu vida sexual está bien, lo demás no importa”. Nada menos. Se diría que el derecho al placer se ha convertido en un nuevo opio del pueblo.

 

Naturalmente, habrá quien piense que, pese a todo, vale la pena: al fin y al cabo, pocas cosas hay más gratas que el placer sexual, aunque sea en esta fórmula de supermercado. Ya decíamos que hay doctrinas de libertad que desarrollan grilletes. Pero es difícil sumarse al coro del conformismo si uno repara en que los grilletes están ahí. Por supuesto, la visión varía según la perspectiva que uno cobre. Para unas generaciones crecidas en la represión sistemática de la sexualidad, ya fuera bajo el peso del tabú eclesial o ya bajo el estricto puritanismo protestante –o bajo el no menos estricto modelo de “decencia socialista”, como en la URSS de los años cincuenta y sesenta-, la actual “liberación sexual” representa un evidente respiro. Pero la perspectiva forzosamente ha de ser distinta para las generaciones posteriores, que han crecido en un ambiente antitético: ese ambiente en el que, por expresarlo así, la “liberación” es obligatoria, y cuya presión alcanza, de una u otra manera, tanto a las relaciones sexuales informales como a la relación estable de pareja o incluso a la mera percepción de lo erótico. Y si uno toma distancia respecto al sexo en sí mismo, al propio hecho sexual, y centra la atención en las formas que adopta en nuestra sociedad, a la atmósfera que lo envuelve, las razones para el inconformismo aumentan. Es entonces cuando se percibe que ciertos discursos de libertad generan grilletes. Veamos por qué.

 

Erotismo con grilletes

 

El discurso de la liberación sexual ha conducido a adoptar una forma de sexualidad sometida por entero a un prejuicio individualista, egoísta. El individualismo es esa doctrina según la cual el horizonte último del individuo es el propio individuo y su búsqueda –individual- de su mejor interés. Hoy lo tenemos tan asumido –en la vida económica, en la vida política, en la vida personal- que prácticamente se ha convertido en un automatismo psicológico: vivimos en torno a nuestro propio ombligo. En el plano de las relaciones sexuales, esto se manifiesta de la siguiente manera: la gente (mucha gente) tiende a afrontar la experiencia erótica desde un punto de vista radicalmente egocéntrico, como si el otro no existiera o, más bien, como si fuera un instrumento de la propia satisfacción, del propio derecho al placer. Consumimos sexo como quien consume hamburguesas. Con la diferencia de que nadie pensará que consumir hamburguesas le dará la felicidad, mientras que, por el contrario, un insistente discurso social nos sugiere a todas horas que el sexo sí nos la dará (“si tu vida sexual funciona, lo demás no importa”). Las consultas de los sexólogos están llenas de gente que no encuentra lo que busca, a pesar de que no para de buscar. Quizá porque no está buscando en la dirección correcta –quizá porque sólo está buscando para sí lo que debería busca fuera de sí mismo.

 

¿Otro grillete? La mercantilización, la comercialización del erotismo. La idea vigente de la sexualidad, la que nos transmiten a todas horas el omnipresente discurso publicitario o la prensa “in”, está sometida por entero a las reglas de la civilización económica, del mercado total, que fija normas de comportamiento sexual y estándares de deseo, y que provee a los agentes de una superabundancia de objetos de consumo erótico. El mercado nos propone modelos para todo, desde las cosas que nos inspiran deseo hasta la forma en que acariciamos o en que utilizamos nuestros órganos sexuales, y repetimos esas pautas con el aire de quien sigue unas instrucciones de uso. Hoy es prácticamente imposible distinguir entre erotismo y consumo de placer; parece inimaginable una satisfacción de tipo sexual –física o anímica- ajena a los bien marcados cauces que el mercado ha puesto al efecto. Por eso es cada vez más difícil diferenciar, cuando uno mira los anaqueles del supermercado, entre erotismo y pornografía –al cabo, la pornografía ha terminado convirtiéndose en la denominación del erotismo en la época de su reproductibilidad técnica, con permiso de Walter Benjamin.

 

La posibilidad de una inspiración erótica implícita, tácita, sugerida, no expresa, ha sido desterrada de la circulación pública. En la era de la exposición total, de la exhibición permanente, todo ha de estar bien clarito y con su etiqueta bien visible en el anaquel correspondiente del supermercado. Se progresa hacia el terreno elemental de la obscenidad en el sentido en que la entendía Baudrillard: una exhibición directa de un objeto primario, sin posibilidad de doble lenguaje, de doble apariencia –sin posibilidad, en fin, de equívoco y, por tanto, sin posibilidad de seducción. El trámite de la seducción ha sido sustituido por el pacto directo para la cópula. Eso es algo que se percibe inmediatamente cuando uno conversa con los más jóvenes, cuya conducta sexual es ya una pauta regular establecida por la civilización económica: se acuerda la cópula –normalmente, con pareja ocasional- como se alquila un vehículo, incluso con lectura recíproca de derechos. Es un leasing de la sexualidad. Uno “ficha” lo que “le pone”. Es el mismo talante con el que las agencias de viajes organizan expediciones de turismo sexual, nueva forma de safari donde uno compra su derecho al placer como, en otro tiempo, compraba el derecho a la caza mayor en la sabana.

 

Tercer grillete: la sumisión de la sexualidad a la técnica, rasgo igualmente específico de nuestras sociedades opulentas; sumisión a la técnica o, aún más exactamente, a la “forma” técnica, esto es, a una manera de entender la vida como una serie de actos y pulsiones regulables mediante el adecuado ajuste, mediante su correcta administración, con el auxilio de aparatos o sin éstos, en busca de un objetivo mensurable. ¿No es lo que hacemos con la actividad física, con el “deporte”? La mayoría de la gente que nos rodea no sube montañas, no corre por el campo, no sube árboles (¿quién puede hacerlo en nuestros grandes escenarios urbanos?), sino que ha sustituido todo eso por la forma técnica del cuidado corporal: entrenamientos especializados con pulsaciones reguladas, kilómetros de esfuerzo medidos segundo a segundo sobre una compleja máquina que no se mueve del sitio, complemento del ejercicio con una dieta no menos mecánica donde la alimentación es sustituida por la administración calculada de proteínas, carbohidratos y vitaminas. Pues bien, del mismo modo tendemos a afrontar hoy, cada vez más, la experiencia erótica como una actividad técnica. La satisfacción sexual va perdiendo entidad propiamente humana para convertirse en función de una tabla de cálculo, para ceñirse a una explotación adecuada del instrumento técnico de satisfacción, ya sea el porno por Internet o la gimnasia higiénica que aconsejan los sexólogos de la tele. Tareas todas ellas donde la relación personal con el prójimo puede pasar a segundo plano, porque el Otro es prescindible, porque la prioridad es rellenar correctamente la casilla del placer, del objetivo conseguido –una casilla donde el otro no cuenta.

 

Apolo y Dionisos

 

Individualismo, economicismo, imperio de la forma técnica. Son tres de los grandes males de nuestra sociedad y los tres están íntimamente relacionados. Más aún: son los tres vectores fundamentales de la sociedad posmoderna. No hay nada extraño en que hayan empapado también el continente del sexo, del mismo modo que han desteñido sobre los más nimios aspectos de nuestras vidas. La cuestión que hay que plantearse es si esta es la sexualidad que queremos; si esta es una forma completa, cabal, de entender lo erótico; si nuestra “realización” sexual tiene que pasar necesariamente por la prioridad individualista (“mi” derecho al placer), por la banalización comercial de la imagen erótica (“lo que me pone”), por la pauta técnica de satisfacción personal (“mi orgasmo”).

 

En el espacio de dos siglos, los europeos hemos pasado del puritanismo extremo a la no menos extrema tolerancia. Tras las convulsiones revolucionarias se impuso el discurso puritano de la civilización burguesa triunfante; fue aquel discurso que acompañó a la revolución industrial, a la expansión colonial, a la implantación universal del capitalismo. Y tras el triunfo de este modelo, asistimos ahora al discurso hipertolerante de la civilización burguesa decadente; es el discurso que acompaña hoy a esta extraña mezcla de nihilismo cultural y prosperidad económica que es el Occidente contemporáneo. La religión, que escoltó a la primera fase del proceso –la puritana- como cobertura moral, terminó devorada por unas ideologías que, en realidad, siempre habían querido sustituirla, siempre habían querido prometer por sí mismas la redención. Hoy, al final del camino, estamos en una situación forzosamente transitoria, como siempre que el péndulo llega al otro extremo. Si al puritanismo decimonónico se le pudo reprochar el haber sublimado la naturaleza erótica hasta el punto de sepultarla, al permisivismo posmoderno se le tiene que reprochar el haber banalizado lo erótico hasta el punto de vaciarlo por entero.

 

No inventemos la pólvora. Los hombres no han tenido que esperar al siglo XX para saber que el sexo era una cosa enormemente placentera, que el erotismo puede ser una vía de realización personal extraordinaria; tampoco han faltado civilizaciones que lo han elevado al rango de experiencia religiosa. Lo interesante es ver que nunca nadie osó declarar el placer como un derecho –¡qué ingenuidad!-, ni considerar la experiencia erótica como una parte irrenunciable de la libertad individual. Esto es completamente nuevo. La Historia ha conocido fases permisivas y fases puritanas, a veces en un mismo lugar y con muy pocos años de diferencia, como cuando Roma pasó del despiporre generalizado a la reforma moral de Augusto. También hemos conocido razonables e indulgentes hipocresías, como cuando, en los siglos XVII y XVIII, la hegemonía de la Iglesia en Francia o incluso en España no desmentía una libertad de costumbres que hoy nos sorprende. No es, pues, una cuestión de mayor o menor “manga ancha”. Lo que uno echa en falta en la visión contemporánea del sexo es, ante todo, el equilibrio.

 

Hay una complementariedad tradicional de lo apolíneo y lo dionisiaco que hoy, en efecto, se echa de menos. Lo apolíneo: la mesura, el equilibrio, el rigor, la contención, la línea recta, la luz clara, la razón, el orden, también lo eterno y lo augusto. Lo dionisiaco: la desmesura, el vértigo, lo fluido, lo desbordado, la curva, lo oscuro, la pasión, el caos, también lo efímero y lo telúrico. Cualquier sociedad, cualquier cultura tiene que reservar sus espacios para ambas dimensiones. No es sólo cosa de helenos, de una imagen de Apolo y otra de Dionisos: en esa misma complementariedad han bebido muchas otras civilizaciones, como las orientales con sus vías de la mano derecha y la mano izquierda. Digamos que si hay una forma plenamente humana de entender lo que es simplemente humano, esa no puede ser otra que intentar entenderlo todo a la vez y con cada cosa en su lugar. Y así como hay una vivencia dionisiaca de lo sexual, debe haber también un concepto apolíneo de lo erótico. Cuáles sean éstos y qué lugar ocupen en una cultura, eso es algo que los hombres han resuelto de distintas formas y con mayor o menor cierto. Pero rara vez han perdido de vista, históricamente hablando, que al lado de la pasión que arrebata está la razón que ordena, que los hombres somos así, y que lo importante es concebir las cosas de modo tal que estas dimensiones contradictorias puedan convivir a la vez.

 

Lo que hemos hecho los posmodernos es algo extraño y, desde luego, antinatural. Hemos cogido al sexo y lo hemos convertido en derecho civil. Vale decir: hemos cogido a lo dionisiaco, a lo pasional y, sin realmente iluminarlo, le hemos aplicado las reglas de lo apolíneo, entendiéndolo como si fuera la ley de contratos, la sanidad pública o la regulación de los mercados de abastos. A lo apolíneo, por su parte, lo hemos apartado de su continente natural, que es el de la ética, el de la organización de la vida conforme a reglas –reglas, horresco referens-, y lo hemos puesto a gastar luz no sobre el sexo, sino sobre el placer, es decir, sobre aquello que nunca podrá iluminar, porque está hecho de otra naturaleza. Dionisos colocado en el altar de Apolo y Apolo vestido con los atributos de Dionisos. Es absurdo.

 

Haría falta otra revolución sexual. Una revolución que nos enseñara de nuevo a ver la experiencia erótica como algo profundamente personal –es decir, entre personas-, inseparable de un prójimo que nos dice algo, una dimensión añadida a otras tan hondamente humanas, irreductible a las reglas del bricolaje y al cálculo de “satisfacciones”. Algo que es al mismo tiempo deseo y función social, que es libertad y es a la vez responsabilidad, que es una estética y es una ética, y que además y sobre todo es amor, en toda la infinita complejidad de esta palabra. Se trataría de alcanzar una visión donde Apolo y Dionisos, la ética y el deseo, lo sublime y el instinto, puedan vivir juntos, como ambos conviven en la entraña del hombre. Y romper de una vez estos pesados grilletes.

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