La ciencia y lo sagrado

03.01.2014 20:48

(Este texto figuró en el primer número de la revista de pensamiento "El Manifiesto", cuarto trimestre de 2004)

 

Ha caído la noche y un paseante solitario se detiene bajo el firmamento. Eleva la mirada hacia la bóveda celeste, tachonada de estrellas, y siente un vago estremecimiento dentro de sí. La contemplación del universo conmueve inevitablemente al hombre. Hoy como ayer. A ese paseante y a todos los demás. Pero el hombre –ese y los demás- también se pregunta por qué. Y cómo. Y desde cuándo. Y hasta cuándo. Y qué hace él, tan pequeño, ahí en medio. Desde el principio de los tiempos (de los tiempos humanos), millones de hombres han repetido esa operación. También hoy. Y todos ellos, sin excepción, habrán experimentado simultáneamente dos emociones contrapuestas. La primera nos lleva a venerar aquello que tanto nos conmueve y a sentir como indiscutible la presencia de una fuerza creadora. La segunda nos conduce al deseo de descifrar el jeroglífico, entender la sinfonía callada de los astros; no sólo descubrir sino, también, poseer el secreto de su luz. La primera emoción nos abre el sentimiento de lo sagrado; por eso situamos a Dios en el cielo. La segunda nos abre el camino de la ciencia; por eso mandamos al cielo astronautas. Ambas son emociones específicamente humanas. Demasiado humanas, quizá. Pero de esa pasta estamos hechos.

 

Dos hermanos

 

Como somos seres escindidos, siempre en permanente pugna con nosotros mismos, las relaciones entre lo sagrado y la ciencia nunca han dejado de ofrecer el aspecto de una guerra entre hermanos, una guerra civil. Con frecuencia, lo sagrado ha dado lugar a interpretaciones dogmáticas del cosmos que han intentado coartar o hasta vetar el conocimiento científico. También con frecuencia, el pensamiento científico ha visto en cualquier apertura a lo sagrado un obstáculo para su camino y ha ridiculizado salvajemente toda perspectiva de carácter religioso, humillándola con el marbete de la superstición. La ciencia, en la medida en que aspira a una comprensión no sólo racional, sino también empírica de la vida, se mueve con bastante incomodidad cuando tiene a lo sagrado cerca –porque lo sagrado, que es real, sin embargo no es empírico. Y el pensamiento de lo sagrado, en la medida en que pone el acento en la veneración hacia lo creado y hacia su creador, no experimenta una incomodidad menor cuando siente cerca de sí la mirada irrespetuosa, inquisitiva, desmitificadora del científico, semejante a aquel Tomás (santo, no obstante) que no creyó hasta meter los dedos en las llagas de Jesús resucitado. Allá donde lo sagrado aparece, la ciencia suele verse como un enemigo potencial; allá donde reina la ciencia, lo sagrado suele ser visto como un visitante indeseable. Ha habido épocas en las que esa incompatibilidad se ha llevado hasta el extremo del exterminio físico. También de esa pasta estamos hechos.

 

La historia del pensamiento científico suele ser narrada como una constante lucha contra el veto religioso: la redondez de nuestro planeta, el descubrimiento de que la Tierra sólo es un satélite del Sol, la descripción de la circulación sanguínea o la teoría de la evolución de las especies son los hitos que inevitablemente jalonan estos relatos, pues en ellos se hizo patente la contraposición entre la mirada sagrada y la mirada empírica. Esa es la versión de las cosas que hoy impera en las vulgatas del pensamiento dominante, donde la ciencia goza de un estatuto privilegiado como clave universal de toda verdad. Pero, inversamente, también sería posible escribir una historia de lo sagrado como pugna permanente contra la desmesura de la libido sciendi: la ciencia, al convertirse en técnica, ha terminado quebrando los fundamentos del orden natural de la creación, y aquí podríamos hablar del envilecimiento de la condición humana a través de la explotación industrial, de los asesinatos masivos perpetrados por la liberación del átomo, del deterioro letal del medio ambiente por los avances de la urbanización, del tráfico de órganos para el mercado de los transplantes o de ese último avatar de la explotación de masas que es el almacenamiento y ejecución de embriones humanos para la experimentación biotecnológica. Como suele ocurrir en las guerras civiles, no es fácil decidir cuál es el lugar de los héroes y cuál el de los villanos. Y eso, guerra civil, es lo que se entabla entre dos potencias hermanas del alma de los hombres: el afán de la ciencia y el afán de lo sagrado.

 

En líneas generales, puede decirse que hoy la ciencia disfruta de una posición hegemónica sobre lo sagrado. Basta observar la reverente reacción de cualquier ciudadano ante el discurso científico, al que invariablemente se le presupone una superioridad de carácter no sólo técnico y lógico, sino también moral. Por el contrario, ese mismo ciudadano tiende a reaccionar con escepticismo e incluso hostilidad ante un discurso de carácter metafísico, ya sea religioso o ya filosófico. Por supuesto, hay que hacer la salvedad de que esas reacciones sólo son así de transparentes en el ámbito de la civilización occidental moderna. Pero ese ámbito es el que domina el mundo y, en especial, nuestro mundo. Y en tal mundo, a la ciencia se le presupone un valor intrínseco de verdad objetiva, mientras que a lo sagrado, en el mejor de los casos, se lo confina en el estrato de las percepciones subjetivas, de lo poético o de lo fantástico, o en el desván secundario de la “opción individual”.

 

En cierto modo, podríamos decir que nuestro mundo ha sacralizado a la ciencia, la ha convertido en algo que en sí mismo es digno de veneración. Hoy se habla de la Ciencia como en otro tiempo se hablaba de Dios: con el mismo santo temor. Este capricho del destino tiene su historia. En realidad, todo empezó con Descartes. Fue él quien dividió el mundo en res cogitans y res extensa, en espíritu y materia, en cosas increadas y cosas creadas, en cosas de los dioses y en cosas de los hombres. Y de esa división nació la convicción de que, así como Dios reinaba en el mundo del espíritu, así el hombre estaba llamado a reinar en el mundo de la materia. Por eso Marx y Engels, en La sagrada familia, atribuyen a Descartes el título de “primer materialista histórico”. Hay que decir que éste es un título dudoso, porque, en realidad, Descartes no hacía sino racionalizar la división de los órdenes del conocimiento prescrita en el Antiguo Testamento (en el Levítico y en el Deuteronomio), donde al hombre se le viene a vetar el acceso a la fuente divina, pero, a cambio, se le concede el libre disfrute de todo lo demás. Descartes era católico. Y lo prodigioso de su división –que hoy nos parece trivial, casi de perogrullo- es que era teológicamente ortodoxa, porque dejaba el reino de Dios a cubierto de los efectos de la libido sciendi. Ahora bien, eso significaba al mismo tiempo “confinar a Dios en un rinconcito del Cosmos”, como escribiría en nuestros días Giorgio Colli. Y por esa vía, a todo lo demás se le arrancaba su dimensión sagrada: el espíritu era extirpado del mundo físico.

 

La preponderancia del “hermano científico” sobre el “hermano sagrado” conoció un impulso extraordinario en el siglo XIX, que fue el siglo progresista por antonomasia. Ese impulso se lo dio el positivismo, la doctrina de la verdad empírica convertida en horizonte redentor del género humano. Sería injusto eludir la mención de Augusto Comte, pues por él supo el mundo que los hombres habían pasado del estadio teológico, hundido en la superstición, al estadio metafísico, entregado a la especulación, y de éste, a su vez, al estadio positivo, cimentado sobre la ciencia. También sería injusto ocultar que Comte ocupó los diez últimos años de su vida en la confección de un nuevo credo religioso sobre la base del positivismo científico, y que sus ideas al respecto fueron girando de manera cada vez más patente hacia el continente de lo místico. La historia es aún más sugestiva si le añadimos un toque de color de rosa, pues, en efecto, parece que quien condujo a Comte hacia esa última aventura fue una joven desdichada y enferma, Clotilde de Veux, de la que Comte se enamoró y que murió tras sólo dos años de relación con el pensador. Nadie recuerda a Comte por este episodio. En todo caso, sí merece ser subrayado ese singular itinerario que lleva desde la afirmación de la ciencia sobre (y contra) la religión hasta la transformación en religión de la ciencia misma. En muchos aspectos, ese es el itinerario que transitan buena parte de nuestros congéneres cuando escuchan con reverente unción la palabra del tecnólogo. Comte fracasó en su empeño eclesial, pero la sacralización de la ciencia es un hecho en el terreno sociológico y también en el político. Hoy la construcción de grandes centros de investigación concita en torno a sí unos recursos y una atención semejantes a los que concitaban las viejas catedrales. Y el prestigio social de la ciencia sólo es comparable al que en otro tiempo disfrutó el ministerio sacerdotal.

 

Al paso que sacralizaba a la ciencia, la civilización occidental moderna ha sometido lo sagrado a un rígido examen científico, a una verdadera vivisección, con el objetivo de saltar también esa última frontera. ¡Es tan seductor poder reducir el espíritu a la condición de materia mensurable y observable…! Tal vez la primera exploración en este terreno fue la crítica bíblica abierta en tiempos de Spinoza. Desde aquello se han sucedido los intentos por dar razón científica del sentimiento de lo sagrado, y podrían llenarse bibliotecas enteras con las aproximaciones psicoanalíticas, antropológicas, sociológicas o neurológicas al fenómeno religioso. Aproximaciones que, con harta frecuencia, han intentado convertir el mundo del espíritu en terreno de caza para el pensamiento científico. Hay que decir, no obstante, que en este último afán todos los intentos han sido fallidos. Es posible pensar y sentir lo sagrado racionalmente, pero no es posible aprehenderlo con las reglas empíricas del discurso científico, y a este respecto es muy interesante constatar las confesadas limitaciones de quienes han explorado ese horizonte con las armas de la neurología. Sencillamente, el mecanismo que habría llevado a los hombres a “inventar” a Dios no está en las neuronas. O si está, no se le ve.

 

Lo que sí ha ocurrido, por el contrario, es un fenómeno muy singular y completamente inesperado de espiritualización de anchas corrientes del ejercicio científico. Si el mundo moderno creyó poder disipar la neblina de lo sagrado con la poderosa linterna de la ciencia, el mundo posmoderno ha descubierto focos de luz espiritual allá donde el ejercicio científico sólo despertaba nieblas de incertidumbre. Este llamativo acontecimiento empezó a dibujarse cuando la ciencia abrió ciertas puertas que durante siglos habíamos considerado infranqueables: la descripción del átomo y sus componentes, las leyes que rigen el movimiento del universo, el comportamiento de las expresiones más ínfimas de la energía, la cualidad del espacio-tiempo, los fenómenos de sincronicidad aparentemente a-causal en todos los niveles de la realidad física, la improbabilidad estadística de la evolución de las especies (y particularmente de la nuestra), la constatación de que la materia funciona como un complejo y vastísimo sistema auto-organizado…

 

Luego veremos algunas de estas “puertas” con detalle. Lo que ahora importa subrayar es que todas esas cosas han hecho que se hable de un “Tao de la Física” (Fritjof Capra) y de un “orden implicado” en la totalidad del Cosmos (David Bohm); que se diga que “Dios no juega a los dados” (Henri Laborit), que la cosmología sagrada de los indios hopi de Arizona es más perfecta que la del Occidente moderno (Paul K. Feyerabend) y que “no somos solo de este mundo” (Hoimar von Ditfurth). En definitiva, se ha venido a intuir que bajo la vida, en su conjunto, alienta una forma de organización que da cuenta de sí misma (el bootstrap de Chew y Nicolescu), que lo une todo con todo, y que es irreductible al esquema de conexiones mecánicas que la ciencia de molde positivista creyó poder imponer.

 

Ilya Prigogine habla a este respecto de una “nueva alianza”. La antigua alianza se basaba en la convicción de que el mundo de los valores y el mundo de la verdad objetiva eran el mismo; el concepto de Dios presidía ese mundo. La ciencia clásica, que se propuso determinar las leyes universales de una naturaleza entendida como un mecanismo simple e irreversible (el modelo mecanicista del “mundo reloj”), rompió esa alianza: separó los valores y la verdad, separó a Dios de los hombres y a los hombres de la naturaleza. Es verdad que, aún en tiempos de Newton, la ciencia compartía con la religión el objetivo de encontrar leyes físicas universales que dieran testimonio de la naturaleza divina. Quizá se hubiera roto la alianza primigenia entre una humanidad espiritualizada y una naturaleza preñada de espíritu, pero persistía una alianza firme entre el hombre de conocimiento y el Dios cristiano, legislador racional del universo. Fue esta última alianza la que se vino abajo cuando la ciencia dejó de necesitar el socorro teológico y, utilizando la expresión de Laplace, Dios dejó de ser una hipótesis necesaria. Sin embargo, el nacimiento de la termodinámica cambió las cosas: la idea estática del universo implantada por la ciencia clásica vino a ser corregida por otra visión donde la energía se disipa y todo evoluciona hacia el desorden, hacia la entropía. El universo clásico reposaba sobre la gravitación, que alimentaba una concepción estática; ahora la imagen del universo ha de completarse con el calor, que propone una concepción dinámica. Y en el interior de esta nueva concepción aparece una revisión decisiva del concepto de tiempo: ya no es sólo un parámetro del movimiento, sino que ahora “mide evoluciones internas hacia un mundo en no-equilibrio”. Esa nueva imagen del tiempo modifica nuevamente la posición del hombre en el cosmos. Así como Darwin introdujo al hombre en la evolución biológica, Einstein lo introdujo en un universo en evolución. La organización de los seres vivientes y la propia historia humana tienen que verse como parte del devenir cósmico. Y esta es la “nueva alianza” de la que habla Prigogine. “Cada gran era de la ciencia ha tenido un modelo de la naturaleza. Para la ciencia clásica fue el reloj; para la ciencia del siglo XIX (…) fue un mecanismo en vías de extinción. ¿Qué símbolo podría corresponder a nuestra época? Tal vez la imagen que usaba Platón: la naturaleza como obra de arte”.   

 

En otros términos: en las miradas más recientes sobre el mundo natural, desde la escala más grande hasta la más pequeña, aparecen razones suficientes para despertar un tipo de veneración que bien podemos emparentar con aquella otra veneración que lo sagrado suscita. A partir de aquí, los dos hermanos que llevamos en nuestro pecho podrían recomponer un cierto diálogo. O, cuando menos, podrían encontrar una forma de convivencia más cómoda. No sería parca conquista.

 

¿De qué estamos hablando?

 

Antes de explorar esa nueva forma de posible convivencia, el cauce de ese nuevo diálogo, quizá convendría ponerse de acuerdo sobre los conceptos que estamos utilizando. Porque los conceptos, en este tipo de discusiones, suelen actuar como arenas movedizas. Fijemos, pues, como “ciencia” lo que conocemos como ciencia experimental, es decir, aquel trabajo del intelecto dedicado a explicar las causas y los principios de los fenómenos mediante reglas lógicas y métodos empíricos, y con pretensión de validez universal. Aquí no pretendemos designar como “ciencia” a unas disciplinas determinadas discriminando a otras, sino, simplemente, establecer que, cuando hablamos de “ciencia”, nos estamos refiriendo expresamente a una forma determinada de mirar la realidad. Esa forma es la que convencionalmente, en el ámbito del occidente moderno, se conoce justamente como “científica”: hechos observados, fenómenos comprobados, métodos aceptados, reglas lógicas, hipótesis verificables…

 

Sobre esta definición de la ciencia todos podemos estar de acuerdo. Pero quizá sea más difícil lograr el acuerdo acerca del concepto de “sagrado”. ¿Qué es lo sagrado? Su definición canónica suele ser ambigua. Sobre todo porque lo sagrado acostumbra a llevar implícita una idea de Dios y ésta, a su vez, suele portar consigo un despliegue teórico-práctico que denominamos “religión”. En nuestro contexto, y a efectos de inteligibilidad, contentémonos con utilizar una definición ligera, suelta, sin costuras: lo sagrado será aquello que por alguna relación con lo divino es venerable. No entraremos en la naturaleza de esa relación, ni tampoco en qué entendemos exactamente por “lo divino”, sino que pondremos el acento en el carácter venerable de lo sagrado: lo que nos importa subrayar es el respeto y la reverencia que lo sagrado suscita –ese tipo de reverencia y de respeto que conduce, por ejemplo, a que se inhiba la voluntad de poder. Lo sagrado, por definición, reposa sobre sí mismo y en sí mismo encuentra su justificación y su verdad. Aparece ante los hombres como un todo autosuficiente que engloba al propio hombre y que seguiría existiendo si el hombre desapareciera. Es necesario, no contingente, y atemporal, aunque viva en el tiempo. Y por último, nos conduce a encontrar un sentido no sólo a nuestra propia vida individual y colectiva, sino también a la vida de todo el cosmos en su conjunto. A esta idea de lo sagrado podemos llamarla “Dios”. Podemos llamarla también, simplemente, lo sagrado.

 

No faltará quien considere esta idea de lo sagrado como insuficiente desde el punto de vista religioso. Lo es, sin duda. Pero hay que apresurarse a decir que es completamente suficiente desde el punto de vista científico. Porque, en efecto, la gran partida, en este terreno, no consiste en decidir si Dios existe o no, ni mucho menos en elucidar cuáles puedan ser sus atributos. Éstas serían propiamente cuestiones teológicas, esto es, cuestiones sobre las que el discurso científico no tiene estrictamente nada que decir. No, no: en el terreno de la ciencia, la partida no consiste en alumbrar una idea de Dios, ni siquiera una idea del Ser, sino que lo que está en juego es saber si el hombre está solo en el cosmos consigo mismo, producto inteligente de un azar ciego, entregado a sus propias fuerzas contra un entorno siempre hostil, o si más bien el hombre forma parte de una globalidad con sentido, si el aparente azar de la vida está en realidad gobernado por una ley más profunda de la necesidad, si esto que nos parece soledad entre fieras no será más bien nuestro papel específico en una representación donde todos los demás intérpretes también actúan según un plan coherente en todos sus detalles. Ese plan revelaría que todo cuanto existe posee un sentido y, por tanto, que podemos imaginar tras él a una inteligencia rectora. Que tal inteligencia posea una personalidad propia ajena a las cosas o, por el contrario, que sea inherente a las cosas, que viva en ellas y con ellas, todo eso son, insistimos, cuestiones metafísicas y, por tanto, ajenas a la ciencia. Lo decisivo aquí es más bien si esa inteligencia rectora existe o no, y si es posible llegar a ella desde el discurso científico. A esa inteligencia bien podríamos llamarla “lo sagrado”.

 

Ante todo, no pidamos peras al olmo. Sería un error confiar en que el discurso científico pueda darnos una idea de Dios. El discurso científico es, por definición, antropocéntrico y logocéntrico. Antropocéntrico, porque su motor elemental es la pregunta que el hombre –y sólo él- se formula acerca de las cosas que le rodean, como ese paseante solitario bajo la noche tachonada de estrellas. Logocéntrico, porque el único vehículo apto para transportar esa pregunta y las consiguientes respuestas es el lenguaje de la razón, de la consecuencia ordenada y lógica de conocimientos, de concatenaciones de causas y efectos, de proposiciones que deben cumplir unas reglas elementales de veracidad empíricamente demostrables. Esto quiere decir –y es vital insistir sobre este punto- que el discurso científico, también por definición, jamás nos llevará a una solución de carácter metafísico dentro de sus propios términos. Sencillamente, porque su campo de juego es otro. Y las reglas de ese juego exigen proporcionar respuestas físicas para cualquier pregunta y, por pura cuestión de método, descartar de antemano las respuestas de corte metafísico incluso cuando no exista un respuesta física válida. En términos más nítidos, la ciencia nunca demostrará empíricamente la existencia de Dios, porque la mera existencia de un Dios que sea causa y razón de los fenómenos físicos es incompatible con las reglas internas del discurso científico: queda fuera de su campo de acción.

 

Otra cosa es que, a partir de ese discurso, sea inevitable desembocar en una negación sin paliativos de cualquier atisbo de lo sagrado en el mundo vivo. El concepto de “Dios” no cabe en el lenguaje científico, cierto, pero, ¿eso implica necesariamente que el discurso científico deba negar a Dios? Un gran premio Nobel, el francés Jacques Monod, creía que el hombre debía liberarse de las “servidumbres mentirosas del animismo” y abrazar el ideal del conocimiento científico como nueva alianza que sellaría el destino libre de la humanidad. Es un perfecto ejemplo de discurso científico que, por convicción, rehusa aceptar la presencia de una dimensión sagrada en las cosas; sencillamente, porque tal dimensión no cabe dentro del discurso. Ahora bien, eso es tanto como afirmar que sólo puede ser conocido aquello que previamente dispone de un nombre para ser designado. Al final, lo que hay detrás de todo esto es una toma de partido previa que, en términos de ciencia, forzosamente ha de dejar insatisfecho a cualquiera. Porque esa toma de partido es cualquier cosa menos “científica”.

 

Tampoco es propiamente “científica” la posición inversa, a saber, la del científico que cree en Dios. Quizá la diferencia reside en que el científico con creencias religiosas no pretende apoyarse en la ciencia misma para explicar sus convicciones. Así otro gran premio Nobel, el austríaco Konrad Lorenz, habla de aquellas cosas que “me parecen también tan creíbles como las teorías demostradas, aun cuando no exista la menor prueba de que mi convencimiento esté justificado. A título de ejemplo, creo que el Universo se rige por una serie única de leyes naturales absolutamente compatibles entre sí e inviolables (…) Mi estricta fe religiosa me dice que sólo hay un gran milagro sin la menor pluralización; y yo opino, como el filósofo poeta Kurd Lasswitz, que Dios no necesita hacer milagros”. Y si los milagros existen, en todo caso existen fuera del mundo objetivable por la ciencia.

 

Con estas consideraciones esperamos haber aclarado que la cuestión de lo sagrado, desde el punto de vista científico, es distinta a la cuestión religiosa o a la cuestión de la existencia de Dios. Cuando hablamos de “lo sagrado” en la ciencia, estamos explorando aquellas condiciones en las que el propio ejercicio científico conduce, por intuición o por inducción, a la hipótesis de una inteligencia rectora presente en el universo. Pero designar a esa inteligencia con el nombre de Dios y fundamentar en torno a ella una religión, eso es algo que se sitúa fuera del campo de la ciencia. La percepción de lo sagrado en las reglas generales del cosmos es una cuestión todavía física, pero la transformación de eso en divinidad es ya una operación metafísica.

 

No comprenderemos bien la diferencia si no subrayamos la estricta división de campos que la cultura occidental ha trazado entre lo físico y lo metafísico. En este aspecto quizá convenga volver a Descartes y a su división entre res cogitans y res extensa. Así como la ciencia ha renunciado desde hace mucho tiempo a confirmar o desmentir la existencia de Dios, así la teología hace siglos que ha abandonado la pretensión de explicarse a través de las ciencias naturales. Y hay que decir que el pensamiento religioso, en el siglo XX, no se ha adaptado mal a esta especie de división del trabajo. A fecha de hoy, el creyente puede perfectamente aceptar las explicaciones que proporciona la ciencia y, acto seguido, introducir en ellas el elemento divino para robustecer su fe. Por ejemplo, puede aceptar la teoría del Big-bang y rellenar sus carencias colocando la intervención divina en la primera billonésima de segundo de la explosión originaria, esto es, supliendo con metafísica las lagunas de la física. O, por ejemplo, el creyente puede aceptar las teorías sobre la evolución de las especies y, en el momento en que surge el homo sapiens sapiens, saltar de lo físico a lo metafísico para incorporar a Dios en el relato como autor del gran cambio. Todo esto sería una aplicación actualizada de las posiciones de Teilhard de Chardin. También puede el creyente, como hace Hoimar von Ditfurth, situar a Dios en un plano más general: la creación es un todo, y nosotros vivimos como tiempo dinámico, esto es, como evolución, lo que para Dios, que es intemporal, ya es obra completa. Todas estas posibilidades para introducir a Dios en el mundo físico son perfectamente viables desde un punto de vista filosófico, teórico. Eso sí: no son, propiamente hablando, científicas. Como tampoco lo son las de quienes niegan, a priori o a posteriori, la existencia de Dios.

 

Naturalmente, al llegar a este punto, el lector que haya tenido la paciencia de soportar nuestro torpe despliegue argumental podrá detenerse, levantar el brazo y objetar: “Oiga usted: Ya hemos entendido que la ciencia y lo sagrado son dos potencias singulares del alma humana (tampoco hacía falta que viniera usted a explicárnoslo), y también hemos entendido que la ciencia ni puede ni quiere meterse en cuestiones metafísicas, y que la palabra Dios, por definición, no cabe en el discurso del método científico. Pero, ¿de dónde se ha sacado que eso que usted llama ‘lo sagrado’ sí cabe en el discurso científico? ¿Qué es eso de que ‘lo sagrado’ es algo ‘físico’, es decir, algo que puede formar parte del arsenal de la ciencia, por mucha definición ‘sin costuras’ que proponga usted?”. Razonable objeción. Que nos lleva a seguir explicando de qué estamos hablando.

 

Hemos escuchado a Monod y hemos escuchado a Lorenz. Son dos ejemplos eminentes de científicos con preocupación íntima. El primero niega a Dios y lo fía todo a la capacidad de la ciencia para alumbrar una verdad objetiva. El segundo identifica la existencia de leyes generales e inmutables en el universo con la propia huella divina, y ve ahí el milagro por antonomasia. En el fondo, lo que percibimos tras estas tomas de posición, ya sea a favor o ya en contra de la presencia de Dios en el mundo vivo, son perspectivas personales, singulares, prejuicios en el sentido original del término (lo que hay antes de emitir un juicio) que tienen que ver, sobre todo, con una idea general de la vida y de su sentido.

 

Estas perspectivas son enormemente respetables: en ellas se escucha el eco de preguntas que siempre han lacerado al hombre, y que tal vez nunca dejen de hacerlo. Ciertamente, el espectáculo del sufrimiento, de la imperfección del mundo, del dolor de las multitudes flageladas por el hambre, de la crueldad del ser humano –y de la crueldad inconsciente de los no humanos-, todo eso podría llevar a la conclusión de que carece de sentido pensar en un Dios creador que ha puesto en escena todo esta insensatez, tanto más si ese Dios es incluso descrito como infinitamente bueno. Pero, en dirección inversa, y justamente por ese mismo espectáculo de dolor, de precariedad, no resultaría menos insensato pensar que todo esto carece de sentido, que el absurdo es la sustancia de la que está hecho el mundo y que la vida, al final, no es más que “la vana y ruidosa fábula de un necio”, como dice un personaje del Macbeth shakesperiano.

 

Pensar que el mundo no tiene sentido repugna a la razón. Porque, además, justamente la observación científica constituye una atalaya privilegiada para observar que el doliente espectáculo de un mundo cruel viene, sin embargo, gobernado por leyes vigorosas y continuas, leyes que regulan el movimiento de las esferas celestes, la formación de los organismos vivos, el desarrollo de los animales superiores, la conducta de las unidades mínimas de energía… Y si sabemos que hay tales leyes, el pensamiento mismo nos conduce sin remedio a la pregunta acerca del legislador. De la observación científica del mundo físico no se deduce inmediatamente la existencia de un Dios al que poder pintar como padre, con sus barbas y su halo de luz. Pero se deduce menos la idea de que la vida carece de sentido.

 

Y así hemos llegado a la palabra mágica de este sortilegio: el sentido. Este sentido, inherente al mundo físico, visible en él, aprehensible en él, es lo que nos abre las puertas de lo sagrado dentro del propio discurso científico. No es preciso el requisito previo de creer en Dios para ver el sentido; tampoco deja de verse por el hecho de haber renunciado a Dios. El sentido del que aquí hablamos –la idea de sentido que puede alumbrarse desde el discurso científico-, navega sobre la propia realidad de la vida. La vida es un sistema. Ese sistema abarca desde los quarks hasta el movimiento de las galaxias en un universo tan complejo que puede o no ser infinito según el significado que otorguemos a ese término. Nosotros estamos en medio. Los quarks, nosotros y las galaxias formamos parte de un conjunto en el que todo está relacionado con todo. Como ese conjunto se sostiene sobre sí mismo (de lo contrario, cada elemento saldría disparado), forzosamente hay que pensar que en su interior rigen leyes globales. Eso es tanto como decir que el cosmos, al que también podríamos llamar creación, posee un sentido. Y tal sentido nos conduce directamente hacia algo que cabría denominar “lo sagrado”.

 

A este respecto, y para demostrar que las cosas son un poco más sencillas de lo que parecen, quizá valga la pena traer a colación una anécdota. Un día, el fisiólogo Henri Laborit abrió en su laboratorio un regalo de cumpleaños. El regalo se lo habían hecho sus colaboradores. Se trataba de una botella de coñac y otra de whisky. Lo interesante es el papel que acompañaba a las botellas, y que decía así:

 

“Mezclar en un vaso lleno de vacío en el que previamente se habrán desenredado las supercuerdas:

 

  • 2 quarks encantadores
  • 1 bosón excitado
  • 1 chorrito de whisky
  • 1 pizca de nada
  • 1 poco de todo
  • 2 deditos de coñac

 

Agitar en el sentido del holomovimiento. Calentar hasta la elevación del alma y saborear lo azucarado de lo sagrado. (¡Cuidado con el agujero negro!).”

 

Laborit se bebió las botellas y después –aunque, presumiblemente, no bajo sus efectos- escribió Dios no juega a los dados, libro cuya tesis es que todo en el cosmos guarda relación con todo, y cuyo primer capítulo se abre con una cita del Zohar, la obra fundamental de la literatura cabalística judía. Vale la pena reproducirla. Dice así: “Cada mundo está formado según este principio, tanto el mundo de Arriba como el mundo de Abajo. Desde el estremecimiento del punto supremo hasta los confines de las cosas, éstas están todas envueltas las unas en las otras, cerebro en el interior de un cerebro, aliento dentro de un aliento; así encajados, el uno es la corteza para el otro y así sucesivamente”.

 

Sobre planos tan sutiles se pueden construir puentes que conecten el mundo de la ciencia con el mundo de lo sagrado. Y eso es exactamente lo que ha ocurrido, desde hace más o menos cien años, en el entorno de disciplinas como la astrofísica, la física cuántica, la genética, etc. ¿En que consisten esos puentes? ¿De qué sustancia están hechos? Los puentes de los que hablamos están construidos con una argamasa compuesta a partes iguales de incertidumbre y de maravilla, de zozobra y de fascinación. La incertidumbre y la zozobra aparecen en lo que se diría son fronteras insuperables del conocimiento científico; la maravilla y la fascinación surgen en el descubrimiento de una lógica holística, global, inherente al orden de lo vivo. Y eso es lo que ahora deberíamos ver.

 

La zozobra

 

El conocimiento científico de nuestro tiempo es, sin duda alguna, el más osado y completo que ha alcanzado el género humano. Esto parece tan obvio que quizá sea superfluo recordarlo. Pero interesa tenerlo presente para calibrar en su justa medida la dureza de las fronteras que se nos resisten, la altura insuperable de los obstáculos con que el discurso científico se enfrenta. Nuestros sabios han conseguido viajar hasta los elementos en los que se disgrega lo infinitamente pequeño (las unidades mínimas de energía), han logrado reconstruir las reglas generales que mueven lo infinitamente grande (el universo en su conjunto) y han llegado a desentrañar el lenguaje secreto que da razón de la transmisión de la vida (el código genético). Nunca antes se había conquistado un conocimiento tan profundo, tan último de las cosas. Pero la decepción llega cuando constatamos que se trata, en realidad, de un conocimiento penúltimo; que nos falta la última respuesta. Y no sólo nos falta, sino que no termina de verse por dónde podría venir.

 

Tres ejemplos bastan para calibrar la extrema impermeabilidad de esas fronteras inaccesibles. El primero es el del primer segundo del Big-bang, el origen del universo. El segundo es el origen de la vida, la formación de los primeros sistemas vivos. El tercero es el origen del sistema nervioso central humano, un sistema único en el mundo vivo.

 

¿Cómo empezó todo? Sin duda, esta es la gran cuestión. Y es también la más oscura. De entrada, sentemos lo esencial: podemos reconstruir el nacimiento de nuestro universo, esto es, de la materia, con hipótesis en general satisfactorias, pero no podemos contestar a la pregunta de cómo comenzó todo, porque esa pregunta implica que antes no había nada, y eso, que desde un punto de vista físico es factible, desde un punto de vista lógico es absolutamente imposible. ¿Cómo puede darse semejante divergencia sobre conceptos esenciales? Tal divergencia se da porque la noción de algo, de materia, en términos físicos, se vincula a la existencia de la materia en el espacio-tiempo, la cual depende de unas condiciones concretas; inversamente, fuera de esas condiciones –por ejemplo, en una situación de densidad infinita-, no hay espacio-tiempo, luego no hay nada. Ahora bien, no es eso lo que en el lenguaje común entendemos por “algo”, por “existencia”, ni por “nada”, por “inexistencia”. La existencia, en nuestro mundo mental, no depende del espacio-tiempo, sino de la representabilidad intelectual. Lo cual implica que un universo de densidad infinita, que físicamente equivale a la nada, intelectualmente ya es algo, y eso nos conduciría a la pregunta de cómo surgió ese algo que, sin embargo, es físicamente irrepresentable. Básicamente, en esto consiste el problema del origen del universo: en que nos pone al borde de un abismo donde lo que podemos imaginar excede con mucho lo que podemos calcular.

 

Para no enredar al lector en una densa sopa de bosones, quarks, leptones, bariones y hadriones, limitémonos a una descripción somera de lo sustancial. Y lo sustancial es que, a partir de la constatación de que el universo estaba en movimiento expansivo, fue posible suponer que había habido un principio, y que ese principio revistió la forma de una gran explosión. Así nació la teoría del Big-bang, hoy considerada “modelo estándar” de explicación del origen del universo. La física de partículas, aliada con la cosmología, ha hecho posible recrear en laboratorio todo el camino hacia atrás, hasta una billonésima de segundo después del Big-bang. Lo que pudo suceder antes de esa billonésima de segundo, es decir, el principio propiamente dicho, sólo ha podido ser reconstruido en el plano teórico; con todo, también es una reconstrucción plausible. Obtenemos así un relato que comenzó hace unos quince mil millones de años y cuyos protagonistas podemos conocer bien. Para empezar, tenemos a los bosones X, partículas extraordinariamente pesadas, de increíble masa; como una mota de polvo con el peso de automóvil, por ejemplo. Tenemos también a las fuerzas elementales del universo: la débil, la fuerte y la electromagnética, que son las que determinan el comportamiento de las partículas y que en el principio absoluto constituían una sola fuerza (en eso consiste la llamada “teoría de la gran unificación”). Tenemos, en fin, a los quarks, partículas elementales fundamentales. En tal paisaje, los bosones X pueden desintegrarse en quarks y, a partir de ahí, puede formarse una “sopa caliente” de quarks y leptones en la que a toda velocidad nace la materia. Para eso hace falta romper el estado de equilibrio y simetría que liga materia y antimateria. Pues bien: un día, ese equilibrio se rompió, las partículas X comenzaron a desintegrarse y súbitamente hubo en el universo más materia que antimateria. Todo ello entre explosiones formidables en una masa gaseosa de elevadísima temperatura. Así nació el universo.

 

No es difícil descubrir el inconveniente, digamos, metafísico de este paisaje: ¿Qué pintaban ahí las partículas X? ¿De dónde habían salido? En términos físicos, la pregunta es imposible: esas partículas corresponden a un estado de densidad tan enorme que nada podía escapar de ellas, es decir, no podían proyectarse en el espacio-tiempo, lo cual significa que no existían, en la medida en que no nos es posible verlas. Es lo que ocurre con los “agujeros negros”: masas tan portentosas que la gravedad se ha hundido y no deja salir la luz, lo cual, en nuestra física, es la expresión de la nada. Pero aunque el “agujero negro” sea físicamente la nada absoluta, nosotros sabemos que ahí hay algo: un ente que se comporta de una determinada manera. Pues bien, conceptualmente hablando, lo mismo pasa con ese universo primitivo previo al Big bang: sabemos que estaba ahí y, por consiguiente, tendemos a buscar, primero, la causa de que existiera, y después, la razón de que ese equilibrio primigenio estallara en la explosión inicial. Y aquí es donde aparece la zozobra de la física: no se puede contestar a esas preguntas, sencillamente porque todas las respuestas dependen del espacio-tiempo. Como escribió Stephen Hawking, “preguntar qué sucedió antes de que comenzara el universo es como preguntar por un punto sobre la Tierra a 91 grados de latitud norte; simplemente no está definido. En lugar de hablar acerca de que fuera creado el universo, y que quizás haya de llegar a un final, se debería decir: ‘El universo es’”. Al lector sin prejuicios no se le habrá escapado algo esencial: hemos pasado de una situación en la que Dios ya no era una hipótesis necesaria para contestar a la pregunta última, a otra situación en la que no nos queda más remedio que correr sobre la última pregunta un tupido velo. ¿Camino cerrado? Como dice Hubert Reeves, este es el momento en el que el físico levanta los brazos y suspira: “¿Por qué no habré sido fontanero?”.

 

Vayamos ahora al origen de la vida: ¿Cómo pudo surgir todo esto? Hace casi medio siglo que tenemos una hipótesis plausible sobre cómo debió de producirse el nacimiento de la vida. Las condiciones de la Tierra, hace cuatro mil millones de años, favorecían la acumulación de compuestos simples del carbono, como el metano; también había agua y amoniaco. A partir de estos elementos es posible obtener aminoácidos y precursores de los nucleótidos como bases nitrogenadas y azúcares. Los cuales pueden sintetizarse en macromoléculas semejantes a los que constituyen la célula. Es lo que se llama “sopa prebiótica”. ¿Cómo pueden esas macromoléculas replicarse y mutar, evolucionar mediante un proceso de selección? Hay experimentos que avalan la formación de elementos de secuencia complementaria por emparejamiento espontáneo de polinucleótidos; es estadísticamente raro, pero posible. Ahora bien, todavía falta lo fundamental: alrededor de esas estructuras replicativas, de esas macromoléculas que evolucionan, tiene que surgir un sistema teleonómico capaz de construir una célula, un organismo, es decir, algo a lo que ya podríamos llamar vida. Y aquí es justamente donde viene el problema. Primero, porque no sabemos ni podemos saber cómo era la célula primitiva: no hay “células fósiles”, y las más simples que conocemos son ya “modernas”, desde la célula bacteriana hasta la célula humana, cuyo esquema químico es básicamente el mismo. Y además, y quizá sobre todo, porque nada de eso pudo suceder si, previamente, esas estructuras iniciales carecían de una “inteligencia” capaz de utilizar su potencial químico y sintetizar los constituyentes de la célula.

 

En el centro de este problema está el enigma del código genético. El código es la clave que explica el comportamiento –la replicación, la mutación, la selección- de los sistemas vivos. Pero no hay manera de averiguar cómo surgió. El código tiene que ser traducido: así se extiende la vida. Para operar esa traducción, la célula posee medio centenar de constituyentes macromoleculares. Pero estos constituyentes están a su vez codificados en el propio ADN. Es como si todo el sistema descansara sobre sí mismo. Lo cual nos veta saber, ni siquiera como hipótesis, cuándo se produce el salto desde las macromoléculas de la “sopa prebiótica” hasta las células capaces de replicarse, es decir, el salto de la pre-vida a la vida.

 

La tercera frontera es el sistema nervioso central humano, el funcionamiento real de nuestro cerebro. Básicamente, se trata de lo siguiente: podemos explicar físicamente la evolución del cerebro en los animales superiores hasta un determinado punto; a partir de ese punto, ignoramos por completo cómo se ha producido el cambio; ahora bien, ese punto, ese cambio, es exactamente aquel en el que apareció el cerebro del homo sapiens sapiens. En líneas generales, el desarrollo de la epigénesis del cerebro puede explicarse como un aumento sostenido y progresivo de la intensidad y complejidad de las sinapsis, las conexiones neuronales. A partir de este esquema, sería posible reconstruir la aparición del cerebro humano como aquel momento en el que nuestra especie alcanzó un grado particularmente intenso en la elaboración de sinapsis muy complejas. Eso exigiría, sin embargo, que fuéramos capaces de dibujar el proceso entero que conduce desde los cerebros, digamos, pre-humanos, hasta el cerebro humano. En ese dibujo habría que dar respuesta a una pregunta concreta: ¿Cómo fue que, en un momento dado, un ser vivo desarrolla un cerebro con capacidad de abstracción? Y no es posible responder a esa pregunta. El cerebro del homo habilis pesaba unos 600 gramos; en menos de un millón de años, eso se convierte en el cerebro del Neandertal, que pesa kilo y medio. No hay parangón en la evolución biológica de una transformación tan rápida. Los biólogos evolucionistas recurren al expediente del perpetuo ensayo y error combinado con una nutrición más rica en proteínas: al comer más carne, el cerebro del homínido creció y ello le permitió fabricar respuestas más elaboradas a los desafíos de un medio hostil. Pero esta es una teoría que cualquier neurofisiólogo desdeñará: no existe constancia de que una nutrición rica en proteínas incida directa o indirectamente en una mayor capacidad de abstracción. Tampoco el hecho de que los primeros homínidos comenzaran a andar de pie, dejando libres la mano y la boca, explicaría por sí mismo que el hombre desarrollara la capacidad para aprehender lo que en la terminología popperiana se llama “mundo tres”

 

Recordemos sumariamente los conceptos de esa terminología, con la que Popper unió la vieja doctrina estoica con el contexto evolucionista del darwinismo: el mundo uno es el mundo de la realidad física; el mundo dos es el de la experiencia subjetiva sobre esa realidad; el mundo tres es el de los productos del intelecto humano, mundo que pivota sobre dos ejes paralelos que son el lenguaje humano y la capacidad para formular proposiciones con él. Si lo propiamente humano es el mundo tres, es decir, la combinación de lenguaje y abstracción, una modificación evolutiva que preparara la laringe humana para articular sonidos no sería bastante; sería preciso, además, que tales sonidos se articularan en torno a la capacidad intelectual para organizar verbalmente los mundos uno y dos. Del mismo modo, tampoco sería suficiente el súbito surgimiento de esa capacidad en el cerebro, sino que sería imprescindible que la laringe estuviera ya perfeccionada para convertir el pensamiento en palabras. El problema es que el cerebro humano no puede ser dividido ni separado del resto de las funciones humanas: el cerebro es un conjunto integrado en la existencia total del individuo. De manera que la pregunta que se plantea es cómo, y por qué, la evolución humana se dirigió espontáneamente, en menos de un millón de años (un plazo, en términos biológicos, vertiginoso), hacia el desarrollo simultáneo de una laringe capaz de hablar y de una corteza cerebral capaz de crear autoconciencia, con la complejidad añadida de que ambas tendencias debían interactuar entre sí. Subsidiariamente, habría que explicar por qué una evolución tan rápida no se había producido nunca antes, ni se produjo nunca después. Y nadie puede responder a esas preguntas. Como tampoco nadie ha sido capaz de explicar dónde están y cómo funcionan los criterios con los que la conciencia selecciona tales o cuales experiencias. Ni nadie, en fin, puede explicar por qué en el cerebro humano se dan conexiones a distancia entre distintos puntos, como si la energía de las neuronas saltara vacíos moleculares. Una vez más, es como si existiera un estructura interna que orientara las cosas en una determinada dirección, hacia una forma de organización concreta. Pero esa estructura es invisible.

 

Estos tres elementos que aquí traemos son fronteras que desde hace largo tiempo parecen insuperables. Eso no significa que la investigación haya terminado. Pero sí que ha cambiado de dirección. Por utilizar una imagen gráfica: si hasta aquí la ciencia ha ido ganando nuevas tierras, a partir de aquí, por el contrario, la ciencia debe avanzar hacia abajo, hacia la profundidad, excavando más y más en torno al límite. Esto tampoco significa que se haya renunciado a proponer hipótesis capaces de satisfacer la pregunta última. En los grandes hallazgos arqueológicos, es costumbre que la mano del restaurador rellene los huecos que el paso del tiempo ha vaciado con materias de distinto color al original, para que el espectador pueda hacerse una idea de cuál era el aspecto primigenio del monumento. Del mismo modo, el discurso científico ha rellenado los huecos de sus fronteras con hipótesis de probable validez empírica… en el caso de que fueran ciertas, cosa que en modo alguno consta. Algunas de estas respuestas, algunos de estos “rellenos”, son de gran belleza. Por ejemplo, la hipótesis que explica la estructura del código genético a partir de la sintonía estereoquímica entre un cierto aminoácido y un cierto código. También, por su corrección formal, podrían parecer verosímiles, además de bellas. El problema es que las posibilidades de que las cosas hayan ocurrido realmente así son tan prodigiosamente escasas, dejan tanto campo al azar, que se hace imposible sostener su vigencia sin las muletas de la hipótesis. No dejan de ser posibilidades estadísticamente improbables sobre el origen, reconstruidas a partir de un pasado probable sobre la base del presente, que es nuestra única certidumbre. Y por eso Mauriac dijo aquello de que “lo que nos propone este profesor es todavía más increíble que lo que nosotros, pobres cristianos, creemos”.

 

La maravilla

 

Sin embargo, en esta propia insuficiencia del conocimiento científico para aportar las respuestas últimas reside uno de los cimientos que permite trazar un puente entre lo sagrado y la ciencia. No porque la palabra Dios (hay que insistir en ello) sea mejor material para rellenar los huecos que faltan en la reconstrucción (ya hemos visto que el expediente divino queda vetado por las propias exigencias del discurso científico), sino porque, a pesar de todo, el mundo vivo parece guardar bajo sí un equilibrio perfecto, un sentido íntimo y autosuficiente. En efecto, hasta aquí hemos visto las fronteras, la incertidumbre, la decepción, la insuficiencia del discurso científico. Pero, precisamente a partir de aquí, podemos encontrar algo más que consuelo en la maravilla, en la fascinación que produce el descubrimiento de un orden superior inscrito en la entraña misma del cosmos. Y también podemos describir esa maravilla con otros ejemplos: la teoría del caos, la teoría de las catástrofes, el paradigma hologáfico del “orden implicado”, el principio de autoconsistencia del universo.

 

Comencemos por el caos, que es el asunto que, conceptualmente hablando, más afecta a la eventual existencia de un sentido en el universo. Tradicionalmente, la ciencia ha buscado leyes universales e inmutables en la estructura de lo vivo: se trataba de hacer explícito un orden que se suponía implícito, y eso fue así desde Platón hasta Einstein. En el siglo XX, sin embargo, empezaron a aparecer fenómenos de irregularidad, de aleatoriedad, de desorden en campos de conocimiento tan diversos como la cinética de los gases, la meteorología o la mecánica estadística. A partir de estos fenómenos fue posible hablar de estructuras disipativas, de sistemas abiertos, de procesos irreversibles e imprevisibles. Es el ejemplo de la bola de billar: se puede calcular el trayecto de la bola en el primer golpe, pero, a medida que aumenta el número de golpes, aumenta también el número de variables imprevisibles y, por tanto, la indeterminación sobre la trayectoria final. Así funciona la meteorología: su comportamiento es fruto de la interacción simultánea y de la suma sucesiva de un número indefinido de variables (puede empezar con el aleteo de una mariposa y terminar con un maremoto: el “efecto mariposa”), de manera que podemos predecir el paso de un cometa dentro de un siglo, pero no el tiempo que hará dentro de cuatro días. Esos procesos llevaron en su día a que no pocos hombres de ciencia vieran el mundo como algo sometido a permanente azar (el caso de Monod es el más claro, aunque habría que matizarlo mucho), lo cual aproximaba su perspectiva a la de la filosofía existencialista con su idea del mundo como “absurdo”. Por el contrario, otros, en un paso más allá, aprendieron a ver esos fenómenos imprevisibles, estocásticos, como indicios de un tipo de orden diferente, o más exactamente, de un concepto distinto del orden y del desorden. Así, el caos en la naturaleza no sería manifestación de una especie de absurdo inmanente, sino que más bien sería manifestación de creatividad. Eso es la teoría del caos.

 

La base física del caos tiene mucho que ver con las teorías de Ilya Prigogine sobre la disipación: las situaciones de desequilibrio químico no siempre desembocan en la anarquía, sino que con frecuencia se resuelven en la aparición de estructuras perfectamente organizadas. Lo que en una escala parece desorden, en una escala más amplia aparece como orden. Las estructuras complejas (el universo, el cerebro) necesitan un importante flujo de energía para mantener su equilibrio, y esa energía se pierde, pero unas grandes fluctuaciones de tal energía pueden motivar la ruptura de la estructura antigua, que se reorganiza entonces en una estructura más compleja y en un nivel más elevado. Este comportamiento puede servir para describir, si no explicar, la ruptura del equilibrio que dio lugar al Big-bang, y podría igualmente aplicarse, como esquema, a otros procesos del mundo vivo: la turbulencia de los fluidos, las redes neuronales, las matemáticas con objetos fractales… Lo que a nosotros nos interesa de la teoría del caos es que expresa la permanencia del impulso creador en todos los niveles de la realidad observable y a lo largo del tiempo. No es posible decir que en el universo existe un orden estable. Pero lo que existe es una tendencia estable hacia la organización y hacia el orden a partir del desorden y el desequilibrio. Por formularlo en términos más simples: lo que se percibe en la realidad no es tanto la presencia de una organización como la presencia de una inteligencia organizadora. Y eso es todavía más sugestivo para quien busca lo sagrado a través de la ciencia.

 

Para aprehender esa realidad caótica, creativa, donde la predicción y la precisión han dejado de ser objetivos accesibles, el discurso científico ha tenido que echar mano de instrumentos que hace sólo cien años hubieran sido juzgados como heréticos. Uno de los más hermosos es la teoría de las catástrofes del matemático francés René Thom. Caos, catástrofes… Inquietante nomenclatura. Sin embargo, como ocurre con ese caos que es sinónimo de creatividad, aquí la catástrofe es sinónimo de transición: el paso de lo inestable a lo estable, del desorden al orden. Para Thom, la catástrofe es la frontera, espacial o temporal, que separa a un estado físico de otro, como la frontera entre una nación y otra, entre el interior y el exterior de un mismo objeto, entre la cólera y la alegría. El propio Thom consigna como ejemplo las fronteras entre Estados: vistas sobre un mapa, son huellas de una catástrofe inicial que atestigua el paso de una situación inestable (una guerra, una revolución) a otra relativamente estable (la conformación de la nación, la implantación de un Estado). Y lo que Thom propone es un catálogo de modelizaciones geométricas que, mediante analogías de representación (“pliegue”, “fruncido”, “elíptica”, “mariposa”, etc.), sirve para clasificar situaciones vinculando su trayectoria pasada con su situación nueva. Esta modelización no es, como en otras disciplinas, una simulación informática, sino que se trata de metáforas, de “poesía de la realidad”. Con la teoría de las catástrofes ha nacido una epistemología adaptada al universo de lo caótico y lo imprevisible.   

 

La clave de estas perspectivas está en la idea de complejidad: los fenómenos de los que hablan Prigogine o Thom se caracterizan porque ponen en juego variables muy diversas dentro de un mismo fenómeno –pero el juego es sólo uno. Así pues, la gran pregunta es cómo aprehender esa enorme variedad que sin embargo confluye en convergencia y, de paso, averiguar cómo “sabe” cada variable a qué está jugando. ¿Cuál es la relación de la parte con el todo? En este sentido es muy interesante el llamado “paradigma holográfico” propuesto por el neurofisiólogo Karl Pribam y por el físico David Bohm. Podemos resumir ese paradigma en la afirmación siguiente: cada parte es a la vez compuesto y componente; no sólo la parte está en el todo, sino que el todo está en cada parte. A esta idea se llegó al constatar que no era posible localizar la memoria en el cerebro. Y si la memoria no reside exactamente en un lugar concreto del cerebro, entonces hay que suponer que está en todas las partes a la vez, y que se reactiva a modo de red cuando hace falta. ¿Cómo puede estar la memoria en todas las partes del cerebro a la vez? Eso es posible porque el cerebro tendría una estructura holográfica: así como el holograma es una imagen en tres dimensiones que guarda en cada una de sus partes la imagen del conjunto del objeto, así el cerebro guardaría la memoria mediante interacciones que interpretan frecuencias a lo largo de toda la red cerebral. David Bohm, por su parte, aplicó esa idea al universo: cada uno de sus puntos, es decir, cada región del espacio-tiempo, contendría información sobre el “orden implicado” del universo entero. Un “orden implicado” que aparece como estructura superior al espíritu y a la materia, y que contiene a ambos.

 

¿Todo guarda, pues, relación con todo? ¿Todo está presente en todo? Esa es la tesis que se va imponiendo. La versión más depurada viene de la física de las partículas, donde se constató que la noción de “identidad” precisa de una partícula debía ser sustituida por la de relación entre fenómenos responsables de la aparición de algo a lo que llamamos partícula. Puesto que en los intercambios de energía en ese nivel no es posible decir qué partículas son componentes y cuáles otras partículas compuestas, hay que pensar que todas pueden ser compuestas o componentes a la vez. De ahí nació el llamado “bootstrap” que han explorado Chew y Nicolescu. Bootstrap quiere decir “cordón de bota”, y también “sujetarse a sí mismo tirándose de las botas”, como el barón de Münchausen, que logró –tal era su pretensión- elevarse por los aires tirando de los cordones de sus botines. La idea se entiende mejor con un concepto algo más elaborado: auto-consistencia, auto-coherencia. Las partículas están unidas entre sí como los ojales de una bota lo están por los cordones. Todas y cada una son indispensables para todas y cada una. Así el mundo ya no es un gran “mecano” jerarquizado, con piezas pequeñas que componen piezas grandes, sino que la naturaleza debe ser comprendida en su totalidad a través de su auto-coherencia. El universo es una red dinámica de fenómenos en correlación. La naturaleza construye su propia unidad a partir de sí misma. El mundo es una entidad global; es uno y cada parte es también un todo. Eso significa que el mundo reposa sobre la no-separabilidad, cuando la ciencia siempre ha apostado por la separabilidad. Y sin embargo, esa no-separabilidad termina siendo la clave para entender cómo funciona lo que no entendemos. Lo dijo el premio Nobel Abdus Salam: “En materia de dinámica, nuestra Corte Suprema de Apelación, cuando todo falla, es el mecanismo del bootstrap, el principio de autoconsistencia del universo”. Digamos que, en un esquema de este género, no hay inconveniente en pensar situaciones de irreversibilidad, de creatividad, de redes complejas: todas responden  a un diálogo permanentemente renovado de la materia consigo misma, animada por una fuerza inherente al conjunto, al todo.

 

Ahorramos al lector otras exploraciones de similar calado por territorios que han soliviantado a buena parte de la comunidad científica, como la “resonancia mórfica” de Sheldrake, Lo sustancial es esto: a grandes rasgos, lo que se percibe con toda claridad es que en la naturaleza física existe un principio orientador que decide hacia dónde se dirige todo al margen de los cálculos de probabilidades. Este es un viejo asunto: en el discurso científico moderno se lo conoce como el “demonio de Lamarck” (tómese la palabra “demonio” en el sentido del griego daimon, “espíritu” o “genio”), idea que se encuentra también en Laplace o en Maxwell, y que podemos emparentar, por ejemplo, con el concepto bergsoniano de élan vital, de impulso vital, o con la idea de Campbell de downward causation, según la cual hay algo que opera “desde arriba”. Konrad Lorenz concreta la aparición de ese principio en el fenómeno que él llama “fulguración” y que, por así decirlo, acelera de manera decisiva las cosas en momentos concretos. Y en efecto, los grandes cambios a los que aquí hemos hecho referencia, como el propio origen del universo, el surgimiento de la vida o la aparición del sistema nervioso central humano, sólo son explicables como momentos de “fulguración”. Esos cambios han acelerado el proceso creativo. En cierto modo, podemos asociarlo a lo que Prigogine, tomando pie en una reflexión de Schrödinger, llamó “irreversibilidad”: en condiciones alejadas del equilibrio, la materia tiene la capacidad de percibir diferencias en el mundo exterior y reaccionar con grandes efectos a pequeñas fluctuaciones; aparecen así fenómenos únicos e irrepetibles de autoorganización espontánea que modifican creativamente las cosas, que crean la realidad. Pero ignoramos en que ha consistido físicamente el proceso mismo; salvo que recurramos a explicarlo a través del providencial daimon.

 

Es todo esto lo que ha conducido a la certidumbre, cada vez más extendida, de que el cosmos posee algo así como una inteligencia subyacente, una inteligencia creadora y ordenadora, algo que da sentido a todo. Y de eso hablamos cuando, en el ámbito del discurso científico, recurrimos al término “sagrado”. Por decirlo así, el hermano científico ha descubierto por sus propios medios que el otro hermano, el que se quedaba extasiado ante el cielo tachonado de estrellas, tenía buenas razones para conmoverse. Al mismo tiempo, éste, el hermano de lo sagrado, haría bien en dejarse explicar las razones que el hermano científico puede aportarle. Hoy el diálogo es más posible que nunca.

 

Al otro lado de la cuestión de Dios

 

La cuestión subsiguiente es, sin duda, la más enojosa. Porque si hemos convencido al lector de que valía la pena llegar hasta aquí, ahora podrá volver a levantar el brazo y, de nuevo, objetar: “¿Y bien? ¿Qué pretende usted decirme con esto? ¿Cómo afecta eso a mi vida? ¿Debo creer en Dios, aunque sea bajo la forma del bootstrap de ese tal Nicolescu?”. Buena pregunta.

 

Por resumir el asunto en una proposición simple, podríamos adoptar la siguiente fórmula: hemos buscado un continente más allá de Dios –eso ha sido el camino de la ciencia-, pero lo que hemos encontrado es un territorio donde todos, Dios y nosotros, cabemos a la vez. En nuestro punto de partida transportábamos preguntas antropocéntricas y logocéntricas; en nuestro punto de llegada hemos descubierto respuestas que no son ni antropocéntricas ni logocéntricas. En el estado actual de nuestros conocimientos –pero es un estado que lleva prolongándose varios decenios, sin que sea posible prever cambios sustantivos-, podemos afirmar que todo lo que ha existido y existe, todo lo vivo y todo lo que parece muerto pero vive, todo, pues, forma parte de una misma melodía, responde a un orden implícito, está acuñado con un mismo sello. Podemos reconstruir la melodía en una y otra dirección; transcribir una y otra vez el reglamento del orden general del cosmos y hasta descubrir nuevas reglas; sacar a la luz todos los perfiles, hasta el más nimio, del sello que la materia lleva impreso. Pero nos está vetado, como si nos topáramos con un muro, conocer la clave en la que la partitura de la melodía se compuso, la voz que dictó ese orden implícito, el taller donde se fabricó el sello. El nombre de Dios es un expediente perfectamente válido para reconocer a lo que hay más allá de ese veto, de ese muro. El científico positivista, ganado por la inercia de varios siglos de discurso antropocéntrico y logocéntrico, podrá seguir puliendo hasta el infinito las paredes del muro –no llegará a perforarlo jamás, pero su obra adquirirá cada vez mayor belleza. El hombre de fe puede saltar imaginariamente –o metafísicamente, en espíritu- al otro lado del muro y habitar en él; su creación no será menos bella. Pero también podemos, por qué no, limitarnos a contemplar la creación y venerar al espíritu que la anima. Es en esta contemplación reverente donde se dan la mano la ciencia y lo sagrado.

 

¿Invalida esto la creencia convencional en un Dios-persona que con un acto de voluntad ha creado todo lo vivo, que impulsó el Big-bang, que codificó los cromosomas, que puso alma –o, si usted lo prefiere, “mundo tres”- en aquel mono para convertirlo en homo sapiens sapiens? Digamos que, en términos de lógica probatoria, no la invalida, pero tampoco la sanciona: del hallazgo de un sentido inherente al cosmos no se deduce necesariamente la existencia de un Dios-persona. Ahora bien, ocurre que no es imprescindible pensar en términos de lógica probatoria para que un discurso sea válido. Podemos pensar, por ejemplo, en términos de lógica narrativa. Y en esos términos, el recurso convencional a Dios sigue siendo tan válido como hace cuatro mil años. Aun a riesgo de parecer sacrílegos, pongamos un ejemplo. Cuando algún historiador escribe “el presidente Kennedy tomó una decisión”, cualquier lector versado en la política real sabrá que esa proposición no es válida en términos de lógica probatoria. Las decisiones no las toma un presidente, ni siquiera Kennedy, sino que son fruto de una compleja cadena de interacciones en la que intervienen tal o cual lobby en el Congreso, la temperatura de la opinión pública, el parecer de algún oscuro funcionario especializado que ha redactado un informe en un despacho ignoto, etc. Sin embargo, en el contexto de un relato histórico, nadie negará validez narrativa a la frase “el presidente Kennedy tomó una decisión”: no sólo porque la gente –incluido, probablemente, el propio Kennedy- creyó realmente que las cosas sucedían así, sino, también y sobre todo, porque es la forma convencionalmente aceptada de entender la causa de un suceso. Algo parecido –salvadas las abismales distancias- ocurre en nuestro caso: el recurso a la instancia metafísica para explicar narrativamente la evolución física es perfectamente válido; entre otras cosas, porque todo el mundo entiende lo que quiere decir. Cuando escribimos “Dios creó el universo” no estamos infringiendo la lógica, ni siquiera la lógica científica: la estamos trasponiendo a un contexto narrativo específico. Y no se piense que ese contexto narrativo es una forma de conocimiento menor, inferior al prístino logos científico: al contrario, y como ya hemos visto, la narración, el lenguaje, es la condición misma del “mundo tres”, es la forma específicamente humana de existir.

 

Cuáles puedan ser los atributos personales del concepto de Dios, eso es algo que habrá de dirimirse a posteriori en la confrontación entre el texto y el contexto, esto es, entre la invocación del nombre de Dios y la idea previa bajo la cual lo concibamos. Así, por ejemplo, podemos imaginar a Dios como voluntad creadora consciente, como causa primera, como identidad que está detrás del sentido que aprehendemos en la naturaleza; esta sería la visión más aproximada al discurso tradicional en el ámbito de las religiones del Libro. Podemos también imaginarlo como sentido inscrito en el devenir del cosmos o como esencia inherente al mundo natural, es decir, podemos identificarlo con el sentido de la naturaleza mismo, y así llamaríamos Dios a la inteligencia que subyace en el universo, aunque sin necesidad de una personalización de lo divino; esta sería la visión más aproximada a formas religiosas como el budismo y determinadas evoluciones del paganismo antiguo, como la filosofía de Plotino: el mundo no debe su existencia a una creación consciente de Dios, sino a una emanación espontánea procedente del Uno y que se despliega en la multiplicidad a partir de tres niveles que son el intelecto, el alma del mundo y la naturaleza. Y podemos, por último, llamar Dios al Universo, esto es, atribuir un nombre de contenido metafísico a un continente físico cual es la materia en todas sus dimensiones; es un tipo de “panteísmo” –porque, en esa perspectiva, Dios estaría en todas partes en el mundo natural- que descubrimos con cierta frecuencia en algunos de los científicos que hemos mencionado hasta ahora, y que Einstein expresó bien: la convicción de que el mundo está fundado en razón, de que es inteligible, y el sentimiento profundo de una razón superior que se va revelando en el mundo de la experiencia. A partir de ahí, la ciencia no puede dar ni un paso más. Lo cual, probablemente, dejará insatisfecho a más de un lector. Pero, al fin y al cabo, eso es lo que el género humano lleva sintiendo desde hace miles de años. Desde que fuimos propiamente hombres. Desde que aprendimos a pronunciar el nombre de Dios.

 

Una pregunta concomitante es si este concepto de lo sagrado, tan lábil y etéreo, tan “sin costuras”, puede influir de alguna manera en nuestra visión del mundo, esto es, si a partir de aquí se puede deducir algo parecido a una moral, a una norma de vida buena y recta. En la medida en que tales normas suelen deducirse de sistemas de creencias previos, lo más fácil sería decir que no. Pero sería un juicio apresurado. Porque, en realidad, es posible deducir muchas conclusiones morales de la convicción de que el universo tiene un sentido, que todos formamos parte de él, que la supervivencia cooperativa de la especie es un objetivo elemental y que este objetivo no puede separarse de la supervivencia del universo en su conjunto. Y la mayor parte de esas conclusiones, todo sea dicho, son perfectamente coherentes con el decálogo cristiano, con la ética estoica clásica y con la filosofía moral tradicional.

 

Por ejemplo, de la idea de que todos formamos parte del mismo universo es posible concluir que la explotación del hombre por el hombre es en sí misma nociva: si todos constituimos un conjunto, el hecho de que una parte del conjunto devore a otra sólo puede aparecer como un suicidio. Y suicidio es la palabra exacta cuando se piensa en regiones enteras del globo condenadas a muerte por enfermedades estimuladas por la pobreza extrema, enfermedades que a su vez se vuelven contra el mundo rico bajo forma de pandemias imprevisibles. Pensemos en el sida. Pero hay otras formas de explotación del hombre por el hombre. La civilización técnica ha sido pródiga a la hora de imaginarlas. En cierto modo, la experimentación con embriones humanos responde al mismo patrón de conducta.

 

Del mismo modo, de la convicción de que la supervivencia cooperativa de la especie es un objetivo elemental pueden fácilmente extraerse algunas líneas normativas en materia social. Por ejemplo, será insostenible otorgar a las formas de sexualidad no reproductiva la misma cualidad moral, política o legal que a las formas reproductivas; entre otras razones, porque una sexualidad no reproductiva conduce a que la especie se estanque. No hay por qué ocultar que aquí nos estamos refiriendo a la institucionalización jurídica y moral de las parejas homosexuales. En el mismo sentido, prácticas como el aborto libre son atentados directos contra la supervivencia cooperativa del género humano. La civilización moderna ha engendrado una cultura de la muerte que es urgente rectificar.

 

Respecto a la supervivencia del universo en su conjunto y, más concretamente, en la parte que a nosotros nos toca, que es la supervivencia de la biosfera, poco puede añadirse a lo que una intensa literatura ecologista viene predicando desde hace años. El desarrollo tecnológico ha llevado a una situación en la que el equilibrio de la vida corre serio peligro. Y ese desarrollo tecnológico se basa en una concepción progresista y utilitarista de la vida colectiva que nos conduce a un camino sin retorno. O imaginamos formas nuevas de embridar a la técnica, o pronto no habrá espacio para nada que no sea producto técnico. Seremos, sí, los amos de la materia –pero esa materia se asemejará a un yermo desierto donde no cabrá otra vida que la artificial.

 

Son sólo tres ejemplos. Sin duda es posible matizarlos, complementarlos, quizá corregirlos. Sería un debate instructivo –un debate que, e manera llamativa, el pensamiento dominante rehuye sin cesar. En todo caso, lo que sí está claro es qué ética no puede deducirse de un universo visto así. No puede deducirse, por ejemplo, una ética basada en la satisfacción autónoma del yo individual, ya sea bajo la forma del interés egoísta que santifican ciertas corrientes liberales, ya sea bajo la forma del nihilismo hedonista que preconiza cierta izquierda “cultural”.

 

La mentalidad progresista, sin duda, se sentirá decepcionada al constatar que la imagen actual del universo le conduce a consideraciones morales no muy alejadas del remoto pasado. Pues bien: eso no es nada comparado con la frustración que la mentalidad progresista experimentará al saber que la imagen del universo, según la ciencia presente, no sólo abre un puente hacia el pasado en materia de moral social, sino que, además, guarda grandes similitudes con la cosmología tradicional de nuestros ancestros. Brahma nace de sí mismo, del huevo original del mundo, donde todo era uno, según el Mahabharata, y se divide en dos para crear, como las partículas del universo primitivo. La rueda solar del Lug céltico aparece cada vez que se invoca la fuerza creadora, como un fotón que ejerce de reserva inagotable de energía. Los griegos pusieron al Caos en el principio: Urano (el cielo) y Gea (la tierra) estaban tan estrechamente unidos que sus hijos no veían la luz –densidad infinita. Los germanos inventaron el Ginnungagap, un vacío infinito donde la nada comenzó a tomar forma y se resolvió en Ymir, el gigante de hielo y de fuego. Podríamos extender los ejemplos. Nos basta con recordar a Feyerabend y la alta estima que dispensaba a la cosmogonía de los indios hopi de Arizona.

 

¿Hemos de pensar, pues, que todo este camino no nos ha servido, en realidad, más que para volver al punto de partida? En cierto modo, así ha sido. Pero sería injusto negar valor al inmenso caudal de conocimientos que hemos atesorado en el trayecto. Quizás ocurre que para aprender a vislumbrar lo sagrado teníamos que cubrir antes este calvario; quizás había que robar el fuego divino, como Prometeo, y ganar tierras al mar en nombre del propio poder, como Fausto, para estar en condiciones de aceptar que el fuego tiene su sitio, que las tierras y los mares tienen el suyo, y que nuestra misión en la Tierra no es poseerlos, sino que más bien consiste en ser capaces de encontrar nuestro propio lugar. Siguiendo a Heidegger, podemos sintetizar todo esto en una palabra: Gelassenhait. Serenidad. He aquí algo que sin duda reconfortará el ánimo sobrecogido de ese paseante nocturno que, solitario, se conmueve ante la visión prodigiosa del cielo tachonado de estrellas. Hoy como ayer. Hoy, quizá, con más razón que ayer.

 

 

BIBLIOGRAFÍA.-

 

En este texto hemos utilizado de manera más bien anárquica (con perdón) diferentes fuentes que, eso sí, convergen en haber dibujado, total o parcialmente, el paisaje del universo, la vida y el hombre tal y como nos los muestran los avances científicos a lo largo del último siglo. En ninguna librería decente falta una buena veintena de volúmenes de calidad sobre este asunto (bien es cierto que cada vez hay menos librerías decentes). A título informativo, y para que el lector sepa a qué atenerse, consignamos a continuación los títulos de los que proceden las referencias contenidas en este artículo.

 

- Bohm, David: La totalidad y el orden implicado, Kairós, Barcelona, 1987.

- Capra, Fritjof: El Tao de la física, Luis Cárcamo ed., Madrid, 1984.

- Coveney, Peter y Highfield, Roger: La flecha del tiempo. La organización del desorden, Plaza y Janés, Barcelona, 1992.

- Ditfurth, Hoimar von: No somos sólo de este mundo, Planeta, Barcelona, 1983.

- Eccles, John C. y Zeier, Hans: El cerebro y la mente, Herder, Barcelona, 1985.

- Feyerabend, Paul K.: Tratado contra el método, Tecnos, Madrid, 1986; Diálogo sobre el método, Cátedra, Madrid, 1990; Diálogos sobre el conocimiento, Cátedra, Madrid, 1991.

- Laborit, Henry: Dios no juega a los dados, Laia, Barcelona, 1989.

- Lorenz, Konrad: Decadencia de lo humano, Plaza y Janés, Barcelona, 1985, y Los ocho pecados mortales de la humanidad civilizada, Plaza y Janés, 1975.

- Monod, Jacques: El azar y la necesidad, Orbis, Barcelona, 1985.

- Nicolescu, Basarab: “Aspects systémiques de la physique moderne”, en Nouvelle École, 43, p. 70.

- Popper, Karl: Conocimiento objetivo, Tecnos, Madrid, 1982.

- Popper, Karl y Lorenz, Konrad: El porvenir está abierto, Tusquets, Barcelona, 1992.

- Prigogine, Ilya: La nueva alianza. Metamorfosis de la ciencia, Alianza Ed., Madrid, 1983, y El nacimiento del tiempo, Tusquets, Barcelona, 1991.

- Riordan, Michael y Schramm, David N.: Las sombras de la creación, Acento, Madrid, 1994.

- Thom, René: Parábolas y catástrofes, Tusquets, Barcelona, 1985.

- Trousson, Patrick: Le recours de la science au mythe, L’Harmattan, París, 1995.

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