España, los nacionalismos y la “sociedad abierta”

10.12.2016 08:54

El nacionalismo se ha convertido en el principal problema de España. No, desde luego, el nacionalismo español, prácticamente inexistente, sino el nacionalismo “periférico”: el de Cataluña, el País Vasco, Galicia o incluso otras regiones españolas que, aun sin tradición irredentista propia, han construido en torno a sus estatutos de autonomía una nueva “identidad diferencial”. Hoy estas identidades diferenciales han llegado a adquirir tal grado de influencia sobre la organización política del Estado que, muy posiblemente, en pocos años lograrán modificar el propio concepto de España.

 

Hay cierto consenso a la hora de aceptar que este es, por así decirlo, “el tema de nuestro tiempo”. La pregunta es: ¿Qué hacemos? Las respuestas varían según la posición de cada cual en el debate teórico y en el paisaje político. Pero todas ellas han de partir, necesariamente, de una idea previa sobre España, sobre el concepto de nación y sobre el fenómeno nacionalista. Aquí nos interesaremos sobre todo por aquella respuesta que ve el nacionalismo –todo nacionalismo- como un fenómeno intrínsecamente negativo y que, frente a la idea de nación, opone la idea popperiana de “sociedad abierta”. No obstante, y para situar la cuestión en su adecuado contexto, antes es preciso comentar, siquiera sea someramente, las diferentes respuestas al problema nacional.

 

Tres respuestas al problema nacional

 

Hay en efecto, grosso modo, tres formas posibles de hacer frente a este “problema nacional”. La primera consistiría en reivindicar un cierto nacionalismo español, integrador, por oposición a los nacionalismos locales, separadores: el nacionalismo español se ajustaría a la verdad de la Historia, pues siempre ha habido una nación española, mientras que los periféricos serían una creación artificial nacida de una manipulación interesada. No cabe duda de que esta posición cuenta con sólidos avales históricos, porque la existencia prolongada en el tiempo de una comunidad política llamada España es un hecho irrefutable. Por el contrario, la cualidad nacional de tales o cuales territorios peninsulares es algo extremadamente discutible: puede defenderse la continuidad histórica de identidades culturales determinadas, pero no de las identidades políticas correspondientes. Sin embargo, esta posición suscita un problema de orden, digamos, táctico, porque plantea un esquema de confrontación entre un nacionalismo (el español) y los otros, de tal modo que viene a instalarse exactamente en la lógica de los nacionalismos periféricos, que se definen a sí mismos por oposición a un españolismo siempre amenazador. Todo ello con la circunstancia agravante de que, en la cultura política española nacida en 1978, las identidades regionales gozan de un plus de legitimidad respecto a la identidad común española: es un hecho característico de la transición democrática, sobradamente conocido y discutido y sobre el cual, por tanto, huelga todo comentario. El hecho es que, así las cosas, la alternativa del nacionalismo español es una fórmula que hoy muy pocos osan plantear en público y que parece formalmente desterrada de la vida política oficial, pues ningún partido con representación parlamentaria la mantiene.

 

La segunda forma de afrontar el problema estribaría en aceptar las vindicaciones del nacionalismo periférico: considerarlas fundadas en razón, admitir que Cataluña o el País Vasco son naciones con identidad política propia y diferenciada y, en consecuencia, avalar su pretensión de que tal condición nacional sea reconocida. Ello implica necesariamente declarar que España no es propiamente una nación, sino un Estado de costuras lábiles, elásticas, obligado a reconsiderar permanentemente los mecanismos administrativos e institucionales de integración de esas naciones de nuevo cuño en el conjunto del “estado español”. Se trata de una posición que tiene la ventaja de calmar la ofensiva de la periferia –nada hay más tranquilizador que una rendición- y que, por otro lado, guarda coherencia con los hábitos políticos de la España contemporánea, pues elude trazar jerarquías en el interior de la identidad política del Estado. Pero presenta el inconveniente, no menor, de que equivale a deshacer el tejido político español tal y como lo hemos venido conociendo desde 1492, con un poder central (ayer, la Corona; hoy, la soberanía nacional) que encarna la identidad política común de los españoles. Con todo, esta posición es, en la práctica, la que ha oficializado el régimen vigente, tanto por la presión oligárquica de los partidos separatistas como por las inveteradas carencias de la izquierda española a la hora de pensar España como nación, así como por la cobardía de la derecha oficial al respecto.

 

Y la tercera opción posible se sustanciaría en rehusar al mismo tiempo el nacionalismo del “centro” (el nacionalismo español) y el nacionalismo “periférico” (vasco, gallego, catalán), bajo el argumento de que todo nacionalismo es en sí mismo perverso, pues conduce a la violencia y a la confrontación, a la “sociedad cerrada”, donde todo totalitarismo tiene su asiento. En lugar de hablar de identidades nacionales, se abogaría, a modo de alternativa, por unas “sociedades abiertas” (retomando la fórmula de Popper) construidas no sobre el factor comunitario, colectivo, grupal, sino sobre el factor individualista, sobre el consenso racional que cada ciudadano presta diariamente al hecho de vivir en sociedad. Esta última opción, de origen claramente ilustrado y moderno, cosmopolita, liberal, es la que defendió desde el Gobierno el Partido Popular en tiempos de Aznar y es la que siguen manteniendo, a veces bajo la confusa fórmula del “patriotismo constitucional”, las fábricas de pensamiento del centro-derecha político español. Es una posición que presenta numerosas ventajas: ofrece una instancia de síntesis (hegeliana) que resuelve el problema más allá del nacionalismo, elude plantear la cuestión de la identidad política común (cuestión enojosa, en efecto, en la España de la Constitución de 1978) y al mismo tiempo propone una alternativa de carácter “progresista” a las identidades políticas surgidas en torno a los nacionalismos periféricos. Ahora bien, esta tercera forma de afrontar el problema nacional presenta también inconvenientes, y de dos órdenes. En el orden teórico, habría que saber si efectivamente es posible imaginar un conjunto político definido estructuralmente bajo los rasgos de la “sociedad abierta” popperiana. Y en el orden práctico, la realidad es que la propuesta no ha funcionado: la sociedad política española no se ha “abierto”, sino que la presión de los nacionalismos periféricos se ha recrudecido –y frente a sí no ha encontrado más que la complacencia de muchos, la indignación de muy pocos y la indiferencia de la mayoría.

 

Lo que nos proponemos aquí es discutir esta tercera opción: la condena general de los nacionalismos identitarios (periféricos o centrales) como expresiones de la “sociedad cerrada” y la defensa de una popperiana “sociedad abierta” que sería expresión prístina de la libertad moderna. ¿Puede aplicarse el concepto de “sociedad abierta” a una realidad como el Estado nacional, que debe traducirse en una organización política cohesionada? ¿En qué medida el nacionalismo representa una amenaza para la sociedad abierta? El propio concepto de sociedad abierta, ¿es bueno en sí mismo? ¿Podemos fiar la supervivencia de España como entidad política a una definición formulada en esos términos? Y a todo esto, ¿qué dijo exactamente Popper?

 

La sociedad abierta de Popper

 

Karl Popper escribió su obra La sociedad abierta y sus enemigos en plena guerra mundial y bajo el efecto de la amenaza totalitaria que se vivía en Alemania y en Rusia. En una posición semejante a la del Lukacs de Asalto a la razón, pero mucho más honesta que la del comunista húngaro, Popper se inscribía a sí mismo en la línea de la ilustración occidental, basada en la autonomía del individuo y su razón, y defendía tales cosas frente al peligro de unos órdenes políticos que anulaban al individuo en nombre de conceptos totales, globalizadores, colectivos. Buceando en el origen del totalitarismo, Popper llegó a Platón.

 

Popper sostiene que la sociedad abierta nace cuando los antiguos griegos se plantean la ruptura con el tribalismo, que hasta entonces había venido siendo la estructura social por antonomasia. Grosso modo, sinteticemos su tesis diciendo que el hombre antiguo, tribal, se ve a sí mismo como un ser colectivo sometido a las fuerzas ciegas del destino en el interior de una sociedad orgánica, cerrada; quienes intentan racionalizar esa situación, como Platón, caen en una especie de totalitarismo avant-la-lettre, que Popper denuncia. Por el contrario, cuando se asume que el hombre alcanza la emancipación individual a través de la razón, entonces surge la sociedad abierta. Popper estima que ese nacimiento de la sociedad abierta constituye una revolución de primer orden, de la que vivimos aún hoy, pues la revolución continúa.

 

En cierto modo, lo que Popper hace es darle la vuelta a la teoría de Ferdinand Tönnies sobre sociedad y comunidad. Según Tönnies –como, por otro lado, según todos los teóricos organicistas de la vida social-, la comunidad es la forma tradicional de vivir en común, una forma orgánica, diríamos que holística, donde el individuo en sí mismo no encuentra sentido si no es en relación con los demás; inversamente, la sociedad es la forma moderna de vivir juntos, una forma de vida en la que el individuo alcanza relevancia específica y que, de hecho, permite que la sociedad pueda definirse como una suma de individuos. La “comunidad” de Tönnies es equivalente a la “sociedad cerrada” de Popper; lo que Tönnies llama “sociedad” es la “sociedad abierta” de Popper. Comunidad y sociedad cerrada serían formas que pertenecen al pasado; sociedad y sociedad abierta serían las formas modernas. A juicio de Popper, la sociedad cerrada es el tribalismo, que anula la libertad de las personas, y la sociedad abierta es la forma mejor de vivir, porque reconoce a la libertad de la persona un papel primordial.

 

A partir de aquí puede operarse la trasposición del esquema popperiano al problema del nacionalismo. Como es sabido, en el nacionalismo, que es un concepto específicamente moderno, hay dos fuentes. Una, digamos occidental, pone el acento en el individuo-ciudadano: la soberanía nacional reside en la voluntad de los individuos iguales y libres. La otra fuente, alemana, pone el acento en el pueblo y su espíritu colectivo (Volkgeist), en la comunidad nacional (Volkgemeinschaft), en el pueblo como sujeto político. El primer nacionalismo, decididamente liberal, sería el propio de las sociedades abiertas. El segundo nacionalismo, de orden comunitario, fundado sobre la identidad colectiva, sería un retorno a la “sociedad cerrada”. Hoy el nacionalismo, en general, lleva una vida bastante áspera: la internacionalización de los problemas, la mundialización de la cultura de masas y la globalización de la economía han disuelto muchos de los lazos que mantenían unida a la gente dentro de los viejos estados-nación. Éstos, por otro lado, han ido convirtiéndose en grandes estructuras administrativas, técnicas y jurídicas, generalmente despolitizadas y cuya relación con el individuo (relativamente libre, más o menos igual) sólo ocasionalmente puede formularse en términos de “soberanía nacional”. Inversamente, aparecen en distintos lugares nuevas formulaciones identitarias que ofrecen un revival del viejo nacionalismo; es el caso de los irredentismos locales en España.

 

En el contexto teórico popperiano, este nacionalismo identitario representa un evidente paso atrás: al poner el acento en lo colectivo, en la pertenencia a una esfera que trasciende al individuo, el nacionalismo supone un retorno al tribalismo, a la sociedad cerrada; por consiguiente, alberga en su interior el riesgo de caer en formas totalitarias o, al menos, restrictivas de la libertad individual. Los excesos del nacionalismo doctrinal en ciertos puntos del mapa, y también del mapa de España, permitirían sostener esa tesis: el nacionalismo es un peligro para la libertad de las personas.

 

Nadie ignora que estos planteamientos –incluso si rara vez se presentan de forma tan elaborada- son moneda corriente en el debate público español. A izquierda y, sobre todo, a derecha, se arguye que el nacionalismo es intrínsecamente perverso, por generador de exclusión y, en consecuencia, de actitudes violentas. En la izquierda se sigue soñando con un cosmopolitismo donde las naciones hayan desaparecido en beneficio de una humanidad fraternal; en la derecha, el sueño apunta a unas sociedades enteramente abiertas donde la libertad, entendida como libertad negativa (esto es, como ausencia de coerciones), presida el libre intercambio en el planeta entero. La desdicha de la izquierda española –porque éste es un rasgo específicamente nuestro- radica en que, por razones tanto históricas como electorales, su destino se halla unido al de los nacionalismos periféricos, es decir, a unas fuerzas de acusado carácter identitario que contradicen cualquier cosmopolitismo progresista. Y la desdicha de la derecha española estriba –y es otro rasgo propiamente español- en que, por las mismas razones históricas y electorales, su proyección pública se vincula a la supervivencia de un cierto nacionalismo español que, aun formalmente refutado por la ideología oficial del Sistema de 1978, sigue actuando de manera subterránea en la identidad de las gentes, es decir, en un estrato incompatible con el sueño de la sociedad abierta planetaria (1). Todas estas cosas impiden que la propuesta popperiana pueda dibujarse con claridad en la política española. Sin embargo, en el plano teórico se mantiene como un horizonte deseable, como una manera de superar el enojoso conflicto nacionalista. Nuestra pregunta es: ¿Verdaderamente se trata de una superación?

 

Los límites de la “sociedad abierta”.

 

En La sociedad abierta y sus enemigos hay un fragmento que sus exegetas suelen pasar por alto y que, sin embargo, es de extraordinaria importancia, porque muestra hasta qué punto Popper tenía opiniones mucho más matizadas que nuestros popperianos. Se trata de ese pasaje en el que sir Karl se pregunta por qué Platón construyó un sistema tan constrictivo sobre las libertades de la persona, un sistema que se asemeja tanto a las utopías totalitarias. Popper intuye en algún momento que Platón debía de tener buenas razones para hacerlo. Ese fragmento dice así:

 

“Mi intento de comprender a Platón mediante la analogía con el totalitarismo moderno me llevó, para mi propia sorpresa, a modificar mi opinión del totalitarismo. Y si bien no logró modificar mi hostilidad, me hizo ver, en última instancia, que la fuerza de ambos –el antiguo y el reciente movimiento totalitarista- residía en el hecho de que trataban de responder a una necesidad bien real, pese a todo lo mal concebidos que hubieran estado” (2).

 

Es interesante este pasaje. Porque, al tratar de averiguar a qué “necesidad bien real” respondía el totalitarismo platónico, Popper entra en la parte más discutible de su libro, a saber, esa en la que trata de definir el espíritu de las gentes de la sociedad cerrada, del tribalismo, de la Grecia pre-socrática, con tópicos de carácter mágico que la antropología y la mitología posteriores permiten, cuando menos, poner en duda. Y sin embargo, esa “necesidad bien real” permanece. ¿Cuál es tal necesidad? A nuestro juicio, es la misma necesidad a la que intenta dar respuesta el nacionalismo. Y es una necesidad que la “sociedad abierta” deja sin satisfacer, con lo cual nos condena a todos a sufrir periódicamente las agresiones del nacionalismo. Veamos por qué.

 

El hombre es un animal social. Y en este contexto, animal social y animal político son términos equivalentes. Animal social quiere decir que el hombre es, constitutivamente, comunitario, grupal. Nadie ha podido reconstruir una antropología individualista, no al menos sobre datos de campo reales: toda aparición humana sobre la tierra es una aparición siempre colectiva. Popper cree que lo que indujo a Platón a proponer una fórmula totalitaria fue el visible cambio social desde la forma tradicional, comunitaria, cerrada, a esa otra forma de modernidad avant-la-lettre que era la democracia de base individual. Aquí hay que hacer dos precisiones: en primer lugar, que la base individual de esa vieja democracia griega es por lo menos dudosa, y además, que el nacimiento de doctrinas que ponen el acento sobre el individuo, en la Grecia antigua, es bastante anterior a Platón. No obstante, no es este el problema fundamental del esquema popperiano. El problema fundamental es que la puesta en perspectiva histórica de ese gran cambio ofrece una imagen distorsionada de la realidad antropológica: el hombre es igual de comunitario en la tribu primitiva que en el actual campo de fútbol. La democracia no trae consigo una mutación antropológica. Puede cambiar –de hecho, ha cambiado- la forma externa que recubre el hecho comunitario, pero no el hecho mismo.

 

Esta constatación es relevante si pensamos en sus implicaciones políticas. Es verdad que el surgimiento del individualismo trae consigo el amanecer de unas sociedades nuevas, como ve Popper. Y, como hace Popper, cabe leer esas sociedades como formas de vida en las que el individuo es cada vez más autónomo. Pero cabe también leerlas como formas de vida en las que el individuo busca desesperadamente nuevos vínculos de comunidad; busca aquello que ha desaparecido. Y podría decirse que empezó a buscarlo con Platón.

 

Insertemos dentro de este gran proceso un fenómeno específicamente moderno como es el de las naciones, el nacionalismo. ¿Cuándo aparece el nacionalismo? El nacionalismo aparece en el mismo momento en que las grandes revoluciones modernas han consagrado al individuo como horizonte único de la marcha de la Historia. En un cierto aspecto, son reacciones contra el individualismo, porque representan la defensa de un nuevo marco de vida colectiva reconstruyendo idealmente comunidades artificiales. Pero, en otro aspecto, son emanaciones directas del individualismo, porque lo que hacen es trasladar el molde del individuo al marco de lo colectivo, subrayar esa forma de individualidad que es la nación. Es posible definir la modernidad, en general, como una metafísica de la subjetividad; en ese sentido, el nacionalismo es una metafísica de la subjetividad colectiva.

 

En los dos últimos siglos hemos conocido tragedias sin cuento que han tenido en su eje al nacionalismo, bajo diferentes formas y bajo diferentes conceptos. Sin embargo, el nacionalismo sigue vivo. Y sigue vivo a pesar de que su reconstrucción ideal de comunidades artificiales se ha saldado, con frecuencia, en exterminios de masas. Hay que pensar, por tanto, que algo tendrá el nacionalismo cuando funciona. Sólo un ejemplo: tras el ruidoso autodesplome del bloque soviético, las únicas dos fuerzas que han sobrevivido han sido la religión y, precisamente, el nacionalismo, un nacionalismo con frecuencia perseguido durante decenios. Eso sólo puede significar una cosa: el nacionalismo sobrevive porque ha sido una respuesta específicamente moderna a “necesidades bien reales”.

 

Transplantemos ahora la pregunta de Popper: ¿Cuáles son las “necesidades bien reales” que el nacionalismo satisface, o aspira a satisfacer? Sin duda, aquella coherencia antropológica de la que antes hablábamos: el carácter esencialmente grupal del hombre, la tendencia innata de los hombres a construir comunidades en torno a una identidad colectiva. El límite de la “sociedad abierta” es precisamente este: que el hombre tiende regularmente a cerrar la puerta. En muchas culturas, y especialmente en la civilización occidental moderna, el nacionalismo ha sido la única instancia de reconocimiento colectivo que los hombres han tenido a su alcance. Podemos reprobar la solución, pero con eso no vamos a resolver el problema.

 

Una comunidad con techo y paredes

 

Precisión capital: aquí no estamos defendiendo el nacionalismo. Más bien tendemos a pensar, como José Antonio Primo de Rivera, que el nacionalismo es el egoísmo de los pueblos. Pero sí nos parece importante tratar de ensayar una explicación: el nacionalismo existe porque ofrece un horizonte común allá donde los horizontes comunes han desaparecido. ¿Es incompatible con la “sociedad abierta”, entendida como aquella sociedad en la que el individuo goza de autonomía personal? Sería muy apresurado defender tal incompatibilidad: un ejemplo recurrente como el de los Estados Unidos nos muestra un paisaje en el que el sentido de la comunidad convive con el individualismo más expreso desde el punto de vista doctrinal. No hay nacionalismo. Pero sí hay otra cosa: hay un patriotismo, diríamos, “de oficio”, que ofrece un horizonte común nítido y reconocible, y que además se sustenta sobre muy arraigadas formas comunitarias de vida pública.

 

Ahora bien, ¿qué ocurre cuando el despliegue de la “sociedad abierta” elimina cualquier horizonte colectivo? En semejante caso, inevitablemente surgirá un nacionalismo que ofrezca ese horizonte consolador. Porque la “sociedad abierta”, si desatiende ese requisito antropológico que es la dimensión comunitaria del ser humano, se convierte en una especie de casa sin techo y sin paredes –se hace demasiado abierta, hasta la intemperie más hostil.

 

En definitiva, podemos estar de acuerdo con la reprobación general del nacionalismo, pero no porque vaya contra la sociedad abierta, sino porque es una reacción contraproducente, una falsa solución: primero, porque se basa en una metafísica de la subjetividad que no es menos individualista que el cosmopolitismo; después, porque atiende a la construcción de comunidades artificiales, lo cual es una vía como cualquier otra para caer en la histeria colectiva, pues nunca tendremos la comunidad ideal deseada. En definitiva, el nacionalismo es una respuesta falsa. Ahora bien, esta reprobación no quedaría completa si no añadimos, inmediatamente, que el nacionalismo ofrece algo que la “sociedad abierta”, con frecuencia, es incapaz de construir: un techo para la existencia colectiva.

 

El caso concreto de España es bastante transparente. Durante el espacio de una generación, la cultura oficial española ha pivotado sobre la abstención expresa en torno al hecho nacional español, cuando no sobre una negación expresa de ese hecho. En otros términos: la España presente ha apostado por disolver el horizonte comunitario. Al mismo tiempo, ha tolerado, cuando no potenciado, que en regiones concretas surjan fuerzas que señalan a sus ciudadanos un único horizonte, su propio horizonte. Los nacionalismos vasco y catalán cometen, doctrinalmente hablando, todos los pecados que aquí hemos reprochado al nacionalismo (idealismo artificial, metafísica de la subjetividad, etc.), pero han sido eficaces. Lo han sido porque nadie ofrecía ningún otro horizonte comunitario, ningún horizonte general. Hoy estamos en una situación gravísima: en determinados puntos de España, no hay más comunidad legítima que la que se define contra España.

 

En esas condiciones, habría que pensar en la conveniencia de empezar a dibujar líneas de reconocimiento colectivo. Esto no quiere decir que debamos alentar el surgimiento de un nacionalismo español definido por oposición a los nacionalismos antiespañoles (la negación de la negación siempre tiene algo de mefistofélico). Pero sí parece urgente alentar un tipo de patriotismo que dé satisfacción, sin los inconvenientes de las “sociedades cerradas”, a esas “necesidades bien reales” que una sociedad abierta pura dejaría sin resolver.

 

Y volviendo a la letra estricta del tema que nos ocupa: no parecería prudente que, por una justificada sed de reprobar el nacionalismo, cayéramos en el polo opuesto de defender el despliegue de una sociedad abierta a cualquier precio. La gente necesita techo y suelo y paredes. Tanto en la existencia individual como en la existencia colectiva. Negarlo es cerrar los ojos ante un hecho elemental no sólo político, sino también antropológico.

 

(1) Sería interesante buscar aquí el origen de las neurosis que aquejan a nuestro orden político: una izquierda que se contradice con su cosmopolitismo doctrinal y sus alianzas con nacionalismos identitarios, una derecha que no se contradice menos con su universalismo liberal y su críptico papel de guardián de la bandera. En todo caso, no es ese el análisis que ahora nos proponemos desarrollar.

(2) La sociedad abierta y sus enemigos, Paidos, BB.AA., p. 264.

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