La rebelión de las elites (el retorno del populismo)

01.05.2017 18:32

Hace veinte años, a propósito de la aparición del libro de Christopher Lasch "La rebelión de las elites", se definió ya con claridad el retorno del populismo en la cultura política político occidental. Este artículo fue escrito entonces. El tiempo ha confirmado el análisis.

 

Ortega y Gasset predijo en 1927 la “rebelión de las masas”. Hoy, al borde del tercer milenio, el norteamericano Christopher Lasch nos previene contra la “rebelión de las elites”. En efecto, en nuestras sociedades posmodernas, descoyuntadas y entregadas al nihilismo de la máquina, el problema ya no es que las masas urbanas vengan al poder social contra las viejas jerarquías. El problema de hoy es más bien que las elites, los que mandan, los que dirigen este difícil caos, han renunciado a cualquier sentido de la responsabilidad.

 

Refugiados en sus lujosas zonas residenciales, lejos de la comunidad y ajenos a los procedimientos democráticos de elección (en los cuales, sin embargo, la gente sigue creyendo a pies juntillas), la Nueva Clase de los políticos profesionales, los comunicadores famosos y los banqueros anónimos se limita a gobernar de forma cada vez más impersonal -y, por tanto, cada vez más irresponsable- los datos fríos de la vida social. El rostro de la tecnocracia es hoy omnipresente. Nadie puede nada contra ellos, porque ya no se les ve. En el viejo mundo mandaban los emperadores; hoy mandan los reguladores. Tal viene a ser el mensaje de Christopher Lasch.

 

Un populista americano.-

 

Pero, ¿quién es este Christopher Lasch? En España es poco conocido fuera del ámbito intelectual. Digamos, sin embargo, que en el ambiente cultural de los Estados Unidos ha gozado de gran relieve hasta su muerte, acaecida en 1994, y que algunas obras suyas, como El complejo de Narciso, fueron en su día decisivas para entender el cariz que iban tomando nuestras sociedades: lejos del sueño ilustrado de una ciudadanía libre y responsable, penetrada por los valores éticos de la libertad y la solidaridad, el hombre de las sociedades modernas se iba pareciendo cada vez más a un autómata enamorado de sí mismo, dedicado a satisfacer sus nimios deseos de bienestar material siguiendo el ritmo que le marcaba la televisión.

 

Éste de la televisión fue precisamente otro de los grandes ejes del análisis de Lasch: el discurso dominante nos dice que la abundancia de información va a traer un enriquecimiento sin límites del debate público; sin embargo, la realidad es que el incremento de información es exactamente proporcional a su banalidad, es decir, que cuantas más cosas se cuentan, menos importantes son. Tales posiciones, expresadas en los años setenta, le fueron acercando a posiciones más o menos conservadoras, aun cuando el origen intelectual de Lasch era izquierdista: la Teoría Crítica de la Escuela de Frankfurt. Así Lasch fue convirtiéndose en el lider intelectual del populismo americano. En 1994, sabedor de que iba a morir, entregó a la imprenta su último libro, esta Rebelión de las elites, que acaba de ser traducida a los principales idiomas europeos y que en España aún no ha visto la luz.

 

La muerte de la democracia.-

 

Lo que Lasch describe es ni más ni menos que la muerte del sistema democrático, al menos tal y como se venía entendiendo en los Estados Unidos. Puede el lector imaginar el impacto polémico que esta crítica ha tenido en una sociedad que se cree, por definición, depositaria de las esencias de la democracia. Sin embargo, la tesis de Lasch es tan extensa y tan intensa que parece imposible no darle la razón.

 

En efecto, lo primero que Lasch constata es que se ha abierto una fosa enorme entre el pueblo y sus “representantes”. Los primeros, la gente de la calle, están empezando a experimentar en carne propia los peligros del “progreso” técnico y económico: grandes bolsas de pobreza, deterioro ambiental, etc. Por eso se ha ido extendiendo entre el pueblo, y no sólo en los Estados Unidos, un agudo clima de desconfianza hacia el sistema y sus instituciones. Los “representantes”, por el contrario, han llevado el discurso progresista al paroxismo -capitalismo primario, industrialización total, etc.- y tratan de imponerlo por todas partes, sean cuales fueren las consecuencias. Estos “representantes” lo son sólo a título nominal: de hecho, rara vez son elegidos democráticamente. Sin embargo, tienen en sus manos todos los mecanismos de la información y la propaganda, de manera tal que siempre terminan imponiendo sus decisiones.

 

Nótese que esta situación es exactamente inversa a la que se creía dominante hace medio siglo, cuando el pueblo (o sus “vanguardias” intelectuales y políticas) reivindicaba una aceleración del progreso frente a unas elites a las que se consideraba como más conservadoras o tradicionales. Hoy la situación ha cambiado, a medida que las sociedades occidentales se desarrollaban y aumentaba su complejidad interna. Los mecanismos del poder social se han hecho cada vez más sutiles. Surge así una nueva elite de poderosos que son cada vez más poderosos, porque sólo ellos entienden -o éso se nos dice- los mecanismos del orden económico y social, frente a una masa popular dominada que se ve cada vez más dominada, precisamente porque carece de la instrucción técnica precisa para controlar ese “misterioso mecanismo” que, a modo de aliento mágico, rige las sociedades complejas. La posibilidad de la circulación social, de la promoción profesional o de la elevación del status económico, requisito sacrosanto de las democracias, se esfuma. En su lugar aparecen unas sociedades claramente escindidas en dos: arriba, el reducido número de los controladores; abajo, el número cada vez mayor de los controlados. Es la muerte de la democracia.

 

La Nueva Clase.-

 

¿Quiénes son estos “controladores”? Son lo que Lasch llama la Nueva clase, esa elite que ha entrado ahora en rebelión y que está formada por los grupos sociales que controlan el flujo de información, la circulación de dinero, las fundaciones filantrópicas y los centros de enseñanza superior. Dicho de otro modo: los que tienen bajo su mano el saber y el dinero, que son las claves del poder. Ahora bien, esta nueva clase tiene muy poco que ver con las viejas elites que el mundo había conocido. Las elites antiguas, las de carácter aristocrático, venían definidas por la ética del “nobleza obliga”, es decir, que sabían que serían juzgadas por sus actos. Eso, por supuesto, no ha impedido nunca que hubiera abusos o arbitrariedades, pero el referente ético era bien visible, todo el mundo sabía a qué atenerse, el noble sabía lo que estaba bien y lo que estaba mal y, a su vez, el súbdito podía apelar al sentido común de la justicia. Las elites actuales, por el contrario, reposan sobre otro principio. Ese principio es el de la meritocracia, no entendida como el dar a cada cual según sus méritos -éso sería otro criterio de justicia-, sino como criterio de intangibilidad del poderoso: “Yo estoy arriba porque me lo he merecido, me he hecho a mí mismo, y nadie tiene derecho a poner en cuestión mi puesto en el sistema”.

 

El problema de esta meritocracia es que no posee ninguna moral del poder, sino que se limita a una moral del éxito, y así el poderoso no acepta que se le impongan obligaciones éticas por razón del cargo: “Yo he triunfado; éso basta”. Y cuando se les pide explicaciones sobre las razones de sus actos, por lo general terminan escudándose en los “complejos mecanismos” de la gestión que tienen que desarrollar: oscurantismo. Así, esta dinámica de la nueva clase conduce a la des-personalización y a la des-responsabilización del poder. ¿Alguien sabe quién gobierna realmente la regulación de las telecomunicaciones por cable, o quién controla los flujos financieros en el mercado interbancario en España? No. Y sin embargo, ahí es donde reside el verdadero poder. Los ejemplos podrían multiplicarse hasta el infinito. Es natural que Lasch defina todo ésto como “una parodia de la democracia”.

 

La cuestión que se nos plantea entonces es la siguiente: ¿De verdad es posible todavía construir un modelo alternativo? Dicho de otro modo: ¿Es posible salvar la democracia, o algo que se parezca a ella más que este simulacro de soberbios tecnócratas?

 

Las elites se han rebelado. Una nueva clase de tecnócratas, que prefieren el anonimato a la popularidad y la jerga de los especialistas al debate público, controla los flujos de información, dinero y cultura. La democracia ha terminado degenerando en una especie de meritocracia donde el poder queda desprovisto de cualquier contenido ético y político. La nueva clase sólo quiere entender de la gestión. La política le repele. Pero éso no quiere decir que carezca de ideología: la nueva clase profesa una ideología que aspira a la transformación del mundo en una gran máquina, un gran mercado que ya no necesite decisiones de poder, sino simplemente medidas de reglamentación y administración. Estamos, en definitiva, ante el tan traído y llevado mundialismo, que Lasch no duda en calificar como nueva fe de estas elites rebeladas. La consecución de este programa, meramente técnico y económico, pasa incluso por encima de la democracia. La democracia real, en efecto, queda sepultada.

 

Restaurar el debate público.-

 

A pesar de la explosión de los medios de comunicación, lo cierto es que el debate público se ha banalizado cada vez más. Tenemos mucha información, pero muy poco debate. Ahora bien, lo que una demoracia necesita -y así lo afirma Lasch- no es mucha información, sino que se esa información vaya orientada e interpretada desde instancias diversas, de modo tal que el ciudadano pueda optar y decidir. A este respecto, el hecho de que las campañas electorales hayan empezado a girar cada vez más en torno a la televisión y sus debates cara-a-cara entre sólo dos candidatos ha resultado absolutamente empobrecedor.

 

Lasch establece la siguiente comparación: en el mundo anterior -por ejemplo, en los años 20- no había televisión, se imprimían miles y miles de páginas, existía un fuerte debate público, se discutía en torno a ideas y había una gran participación electoral; en el mundo actual hay televisión, el debate público se ha reducido dramáticamente, ya no se discute en torno a ideas sino en torno a “recetas”, eslóganes o la “imagen” de los candidatos... y la participación electoral es bajísima.

 

En estas condiciones, parece que la única posibilidad para salvar la democracia es restaurar el debate público, es decir, hacer las cosas de tal modo que los ciudadanos tengan la información suficiente para poder elegir entre diversas opciones constituidas en torno a ideas complejas, con universos programáticos distintos y tan plurales como lo sea el mapa social. Todo ello, sin embargo, resulta imposible en las actuales grandes ciudades, donde se concentra la mayor parte de la población viviendo de los impulsos comerciales y publicitarios de la televisión y ajenos por completo a las cuestiones que de verdad importan a la hora de gobernar el interés público. Se diría que la única forma política posible en nuestro actual sistema es precisamente esta parodia de la democracia que todos sufrimos.

 

La tiranía de la gran urbe.-

 

Lasch estima que esta muerte de la democracia es inevitable en el seno de las grandes ciudades. Las megalópolis de nuestros días, en efecto, han roto los viejos tejidos comunitarios, de forma tal que nadie tiene ya nada que ver con su prójimo. No es difícil hallar aquí los ecos del viejo populismo americano, que Lasch abraza declaradamente. En Europa, el término “populismo” suele utilizarse con fines peyorativos para describir discursos de carácter demagógico. Por el contrario, en los Estados Unidos, aunque tanto la “derecha” ultracapitalista como los liberals social-demócratas lo critican, el populismo posee unas fuertes raíces que se remontan a finales del siglo XIX, cuando los granjeros del Oeste y el Sur protagonizaron un vasto movimiento de carácter agrario y ruralista (el Peoples Party), opuesto a la gran industria y al gran capital, que terminó siendo asumido por los políticos convencionales. El populismo ha seguido viviendo de forma más o menos soterrada hasta nuestros días, especialmente en los Estados del Oeste y del Centro, y hoy ha vuelto a emerger con fuerza en medio de la gran crisis que está minando el tejido social norteamericano.

 

Frente a ese mundo desarraigado de la ciudad, dominado por los intereses de la nueva clase y el bombardeo publicitario de la televisión, Lasch siente la tentación de dirigir sus ojos hacia las antiguas pequeñas comunidades, donde la democracia auténtica era posible porque los ciudadanos compartían cotidianamente los problemas de interés común. Es la conocida imagen de la Deep America, la América profunda, donde los clanes de granjeros resuelven de modo pacífico y a través del debate público las cuestiones de su autogobierno.

 

Es evidente que en las viejas comunidades la participación popular en el poder era más fácil que en las actuales y monstruosas ciudades industriales. También es verdad que, en ese ámbito, la moralidad del poder es una obligación casi automática, porque ahí el poder es visible. Lasch no entra, sin embargo, en un lunar de la actual sociedad americana: ¿Es posible recrear nuevas comunidades en un entorno desgarrado por las luchas entre -precisamente- las diferentes comunidades étnicas o sociales? No obstante, también es cierto que en los últimos diez años se está produciendo un denso y constante trasvase de la población americana blanca desde las grandes ciudades hacia las zonas rurales, entre otras razones porque el “tele-trabajo” ya permite vivir fuera de la ciudad, y en esas comunidades “reinventadas” parece que van prendiendo las ideas de los populistas.

 

En cierto modo, puede decirse que esta obra póstuma de Christopher Lasch, auténtico testamento intelectual del autor, es un llamamiento a una rebelión contra el sistema. Naturalmente, la mayor parte de sus análisis sólo son completamente válidos para el ámbito americano; en el caso europeo habría que adoptarlas con bastantes matices, porque nuestra realidad social es distinta. Permanece, sin embargo, la certidumbre de que muchas de sus constataciones son ciertas: es verdad que está surgiendo una nueva clase tecnocrática que domina nuestra vida en común y que pretende gobernar al margen del debate público; es verdad que la democracia vía televisión se ha convertido en una triste parodia; es verdad que la gente del común muestra hacia el sistema mayor desconfianza que los gobernantes; es verdad que la ruptura del tejido social nos está haciendo volver los ojos hacia otras formas de socialidad más comunitarias, menos anónimas; es verdad, en fin, que por encima y por debajo de las viejas divisiones entre “derecha” e “izquierda” están apareciendo nuevas convergencias en torno a cuestiones como las que Lasch suscita. Si en el mundo que viene es posible invertir la actual situación, habrá que tomar nota de las tesis que Lasch ha planteado en La rebelión de las elites.

 

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